Introduzco el artículo de
un viejo camarada mío poco sospechoso de ser conformista con la política
profesional. Algo apartado de ella adamás, crítico y heterodoxo. Lo pongo en
mi blog palillero y local, ahora que vienen muchas elecciones y hay que votar a gente seria, porque estoy de acuerdo
con el, y creo que últimamente se está haciendo mucha crítica demagógica sobre
la política y los políticos (por parte de gente poco seria).
Los políticos son todos
unos... Rellene usted la línea de puntos con el exabrupto que más le guste. Y
después siéntase satisfecho con su original y matizada postura acerca de los
representantes de los ciudadanos en las instituciones. Seguro que sus amigos y
familiares asienten ante su sentenciosa reflexión política.
Desde hace ya bastantes
años se ha convertido en un mantra, repetido hasta la saciedad, aquello de que
los políticos son todos unos vagos, o unos ladrones, o unos corruptos... O
cualquier otro improperio que se nos ocurra. Nada hay más sencillo y más
popular que meter a todos en el mismo saco y hacer ese tipo de generalizaciones
de trazo grueso que engordan un discurso antipolítico bastante reaccionario. Un
discurso que, entre otras cosas, ha servido para alimentar el argumentario de
una ultraderecha que se presenta a si misma como alternativa al establishment.
Hace ya ocho años alerté
en este mismo blog ante la dimensión que había adquirido en nuestro país el
discurso antipolítico. Buena parte del movimiento del 15-M pivotó alrededor de
ese tipo de ideas. De tal manera que hoy miramos desde la sociedad a la clase
política con desconfianza y con recelos, como si el mero hecho de haber sido
elegido en unos comicios convirtiese a un diputado o un concejal en sospechoso
de todos los males posibles.
Prácticamente cada semana
observo como alguno de mis contactos en las redes sociales comparte los sueldos
de los diputados en el Congreso o alguna información similar, aderezándola
habitualmente con un sinfín de emoticonos de indignación. Los comentarios son
siempre en la misma línea: los parlamentarios son unos caraduras que cobran un
salario que no merecen. Pero es preciso decirlo bien claro: los diputados
españoles tienen un sueldo alto. Altísimo, si se quiere, en comparación con el
de la mayoría de los ciudadanos. Pero en absoluto disparatado, si lo comparamos
con el de un alto funcionario del Estado o con el de los parlamentarios de
otros países europeos, habitualmente mucho mejor pagados que los españoles.
La inmensa mayoría de
quienes ponen en cuestión el trabajo que desempeñan los diputados no conoce ni
siquiera la organización de las cámaras parlamentarias. Ignoran los procesos
necesarios para aprobar una ley, las comisiones y subcomisiones que existen en
el Congreso o los procedimientos parlamentarios más elementales. Muchos no
sabrían decir el nombre de más de media docena de diputados, en el mejor de los
casos. Pero nos permitimos juzgarlos con una facilidad pasmosa, como si
conociéramos con precisión la agenda de cada uno de los 350 ciudadanos que
ocupan los escaños del Congreso.
A veces he llegado a leer
publicaciones exigiendo que los diputados cobren 900 euros al mes, para
equipararlos de ese modo al salario mínimo de los españoles. A mi me parece
sencillamente un disparate. Porque probablemente nadie aceptaría que un
diputado trabajase ocho horas diarias o que asumiera que su tiempo libre es
sagrado y por tanto se negase, fuera de su horario laboral, a tener reuniones,
atender a medios de comunicación o a responder demandas de los ciudadanos. Un
político, habitualmente, no es un trabajador normal. Y pensar que la inmensa
mayoría de ellos se dedica a tocarse el higo supone comprar una imagen
demasiado generalizadora, basada en un escasísimo conocimiento de la realidad
del trabajo que desempeñan y convenientemente alimentada por algunos medios de
comunicación. Solo los espacios más antidemocráticos se pueden ver beneficiados
por ese tipo de descrédito de la política.
Tengo la fortuna de
conocer a varios diputados y varios concejales de distintas formaciones
políticas. También a algún ex presidente de comunidad autónoma, a unos cuantos
consejeros y viceconsejeros y a algún que otro director general. Y tal vez yo
haya tenido mucha suerte, pero todos los que conozco se dejan la piel en su
tarea de representación de los ciudadanos. Incluso aunque no siempre esté de acuerdo
con sus posiciones políticas, me parecen trabajadores ejemplares que suelen
hacer mucho más de lo humanamente exigible a cualquier empleado. En muchos
casos, además, su vida personal presente y pasada se ve puesta bajo el foco de
la opinión pública.
Trabajan mucho, muchísimo
más de 40 horas semanales, en contra de lo que la inmensa mayoría de la
sociedad piensa. Y están prácticamente disponibles las 24 horas del día y los
365 días del año, si tienen que atender alguna contingencia. Además de encontrarse
con numerosas trabas burocráticas para ejercer su tarea, se topan también con
la incomprensión de una ciudadanía que los considera, casi por sistema,
indignos. Y ese fenómeno resulta particularmente preocupante en un país cuya
democracia tiene apenas cuarenta años de edad. Desgraciadamente la derecha
radical se alimenta de ese tipo de ideas, aunque la izquierda alternativa
tampoco se ha quedado corta en su discurso antipolítico. La decisión de Podemos
de limitar los salarios de sus cargos públicos a tres veces el salario mínimo
interprofesional puede tener algún sentido. Pero hubiera sido un gesto de
responsabilidad discursiva no difundirla como si se tratase de una virtud,
echando gasolina al fuego de la antipolítica. Y es que siempre es más difícil hacer
pedagogía con lo que es complejo que buscar el aplauso fácil.
En los últimos años se ha
hablado de los privilegios de los políticos con una demagogia y un
desconocimiento abrumador de la realidad. Algunos partidos presentan como gran
medida de regeneración democrática la eliminación de los aforamientos. Y aunque
resulta pertinente el debate sobre su alcance, lo cierto es que los
aforamientos son una medida de protección de los electores más que de los
elegidos. Resulta difícil comprender qué privilegio político existe en que ante
un presunto delito te juzgue el Tribunal Supremo, lo que en la práctica supone
disponer de menos instancias de recurso que cualquier otro ciudadano.
Por supuesto, la
fiscalización de los ciudadanos hacia sus representantes políticos es sana y
necesaria. Y resulta imprescindible profundizar en ella. El problema aparece
cuando se juzga sin ni siquiera conocer bien aquello que es juzgado. Y cuando
se mete en el mismo saco a todos, haciendo tabula rasa con todos los
representantes políticos. Evidentemente existen políticos poco diligentes,
corruptos o vagos. Pero también los hay de esa clase entre los médicos o los
profesores de enseñanzas medias. Y a nadie se le ocurriría hacer con ellos esa
clase de generalizaciones de brocha gorda que hacemos con los representantes de
los ciudadanos.
Pero además, cuando
denostamos a los políticos estamos indirectamente despreciando a los ciudadanos
que los han votado, lo que demuestra una enorme carencia en el terreno de la
cultura democrática. Se trata de un síntoma más de esa desafección hacia la
política que supone uno de los principales retos de las democracias
contemporáneas. Y que alimenta el extremismo reaccionario y las soluciones
simplistas a cuestiones complejas. Como si el gran problema de nuestros
sistemas políticos fuese el sueldo de los diputados o el número de coches
oficiales.
Yo prefiero que mis
representantes en las instituciones estén bien pagados. No solo porque creo que
desempeñan una tarea de una enorme responsabilidad y dedicación sino porque es
necesario retribuir a aquellos ciudadanos que interrumpen durante varios años
su carrera profesional, en ocasiones mejor remunerada, para dedicarse a la cosa
pública. Soy consciente de que esta postura no es la más popular, pero la contraria
me parece asumir un discurso facilón que no problematiza en absoluto las
consignas que socialmente se han convertido en verdades reveladas que no
soportan un mínimo examen crítico.
Todo esto es verdad, pero lo que se ha llamado "la Casta" también es verdad. Redes clientelares que se aseguran lealtades haciendo o cobrando "favores"...
ResponderEliminarCaballero Xabel Begas... merece usted un homenaje. Por un casual, está usted apuntado a algún pesebre o qué. Y disculpe.
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