martes, 2 de abril de 2019

Enlaces amigos. Una lanza a favor de los políticos profesionales (que ya lo decía Franco: "Haga como yo, no se meta en política").


Introduzco el artículo de un viejo camarada mío poco sospechoso de ser conformista con la política profesional. Algo apartado de ella adamás, crítico y heterodoxo. Lo pongo en mi blog palillero y local, ahora que vienen muchas elecciones y hay que votar a gente seria, porque estoy de acuerdo con el, y creo que últimamente se está haciendo mucha crítica demagógica sobre la política y los políticos (por parte de gente poco seria).
Los políticos son todos unos... Rellene usted la línea de puntos con el exabrupto que más le guste. Y después siéntase satisfecho con su original y matizada postura acerca de los representantes de los ciudadanos en las instituciones. Seguro que sus amigos y familiares asienten ante su sentenciosa reflexión política.

Desde hace ya bastantes años se ha convertido en un mantra, repetido hasta la saciedad, aquello de que los políticos son todos unos vagos, o unos ladrones, o unos corruptos... O cualquier otro improperio que se nos ocurra. Nada hay más sencillo y más popular que meter a todos en el mismo saco y hacer ese tipo de generalizaciones de trazo grueso que engordan un discurso antipolítico bastante reaccionario. Un discurso que, entre otras cosas, ha servido para alimentar el argumentario de una ultraderecha que se presenta a si misma como alternativa al establishment.
Hace ya ocho años alerté en este mismo blog ante la dimensión que había adquirido en nuestro país el discurso antipolítico. Buena parte del movimiento del 15-M pivotó alrededor de ese tipo de ideas. De tal manera que hoy miramos desde la sociedad a la clase política con desconfianza y con recelos, como si el mero hecho de haber sido elegido en unos comicios convirtiese a un diputado o un concejal en sospechoso de todos los males posibles.
Prácticamente cada semana observo como alguno de mis contactos en las redes sociales comparte los sueldos de los diputados en el Congreso o alguna información similar, aderezándola habitualmente con un sinfín de emoticonos de indignación. Los comentarios son siempre en la misma línea: los parlamentarios son unos caraduras que cobran un salario que no merecen. Pero es preciso decirlo bien claro: los diputados españoles tienen un sueldo alto. Altísimo, si se quiere, en comparación con el de la mayoría de los ciudadanos. Pero en absoluto disparatado, si lo comparamos con el de un alto funcionario del Estado o con el de los parlamentarios de otros países europeos, habitualmente mucho mejor pagados que los españoles.
La inmensa mayoría de quienes ponen en cuestión el trabajo que desempeñan los diputados no conoce ni siquiera la organización de las cámaras parlamentarias. Ignoran los procesos necesarios para aprobar una ley, las comisiones y subcomisiones que existen en el Congreso o los procedimientos parlamentarios más elementales. Muchos no sabrían decir el nombre de más de media docena de diputados, en el mejor de los casos. Pero nos permitimos juzgarlos con una facilidad pasmosa, como si conociéramos con precisión la agenda de cada uno de los 350 ciudadanos que ocupan los escaños del Congreso.
A veces he llegado a leer publicaciones exigiendo que los diputados cobren 900 euros al mes, para equipararlos de ese modo al salario mínimo de los españoles. A mi me parece sencillamente un disparate. Porque probablemente nadie aceptaría que un diputado trabajase ocho horas diarias o que asumiera que su tiempo libre es sagrado y por tanto se negase, fuera de su horario laboral, a tener reuniones, atender a medios de comunicación o a responder demandas de los ciudadanos. Un político, habitualmente, no es un trabajador normal. Y pensar que la inmensa mayoría de ellos se dedica a tocarse el higo supone comprar una imagen demasiado generalizadora, basada en un escasísimo conocimiento de la realidad del trabajo que desempeñan y convenientemente alimentada por algunos medios de comunicación. Solo los espacios más antidemocráticos se pueden ver beneficiados por ese tipo de descrédito de la política.
Tengo la fortuna de conocer a varios diputados y varios concejales de distintas formaciones políticas. También a algún ex presidente de comunidad autónoma, a unos cuantos consejeros y viceconsejeros y a algún que otro director general. Y tal vez yo haya tenido mucha suerte, pero todos los que conozco se dejan la piel en su tarea de representación de los ciudadanos. Incluso aunque no siempre esté de acuerdo con sus posiciones políticas, me parecen trabajadores ejemplares que suelen hacer mucho más de lo humanamente exigible a cualquier empleado. En muchos casos, además, su vida personal presente y pasada se ve puesta bajo el foco de la opinión pública.
Trabajan mucho, muchísimo más de 40 horas semanales, en contra de lo que la inmensa mayoría de la sociedad piensa. Y están prácticamente disponibles las 24 horas del día y los 365 días del año, si tienen que atender alguna contingencia. Además de encontrarse con numerosas trabas burocráticas para ejercer su tarea, se topan también con la incomprensión de una ciudadanía que los considera, casi por sistema, indignos. Y ese fenómeno resulta particularmente preocupante en un país cuya democracia tiene apenas cuarenta años de edad. Desgraciadamente la derecha radical se alimenta de ese tipo de ideas, aunque la izquierda alternativa tampoco se ha quedado corta en su discurso antipolítico. La decisión de Podemos de limitar los salarios de sus cargos públicos a tres veces el salario mínimo interprofesional puede tener algún sentido. Pero hubiera sido un gesto de responsabilidad discursiva no difundirla como si se tratase de una virtud, echando gasolina al fuego de la antipolítica. Y es que siempre es más difícil hacer pedagogía con lo que es complejo que buscar el aplauso fácil.
En los últimos años se ha hablado de los privilegios de los políticos con una demagogia y un desconocimiento abrumador de la realidad. Algunos partidos presentan como gran medida de regeneración democrática la eliminación de los aforamientos. Y aunque resulta pertinente el debate sobre su alcance, lo cierto es que los aforamientos son una medida de protección de los electores más que de los elegidos. Resulta difícil comprender qué privilegio político existe en que ante un presunto delito te juzgue el Tribunal Supremo, lo que en la práctica supone disponer de menos instancias de recurso que cualquier otro ciudadano.
Por supuesto, la fiscalización de los ciudadanos hacia sus representantes políticos es sana y necesaria. Y resulta imprescindible profundizar en ella. El problema aparece cuando se juzga sin ni siquiera conocer bien aquello que es juzgado. Y cuando se mete en el mismo saco a todos, haciendo tabula rasa con todos los representantes políticos. Evidentemente existen políticos poco diligentes, corruptos o vagos. Pero también los hay de esa clase entre los médicos o los profesores de enseñanzas medias. Y a nadie se le ocurriría hacer con ellos esa clase de generalizaciones de brocha gorda que hacemos con los representantes de los ciudadanos.
Pero además, cuando denostamos a los políticos estamos indirectamente despreciando a los ciudadanos que los han votado, lo que demuestra una enorme carencia en el terreno de la cultura democrática. Se trata de un síntoma más de esa desafección hacia la política que supone uno de los principales retos de las democracias contemporáneas. Y que alimenta el extremismo reaccionario y las soluciones simplistas a cuestiones complejas. Como si el gran problema de nuestros sistemas políticos fuese el sueldo de los diputados o el número de coches oficiales.
Yo prefiero que mis representantes en las instituciones estén bien pagados. No solo porque creo que desempeñan una tarea de una enorme responsabilidad y dedicación sino porque es necesario retribuir a aquellos ciudadanos que interrumpen durante varios años su carrera profesional, en ocasiones mejor remunerada, para dedicarse a la cosa pública. Soy consciente de que esta postura no es la más popular, pero la contraria me parece asumir un discurso facilón que no problematiza en absoluto las consignas que socialmente se han convertido en verdades reveladas que no soportan un mínimo examen crítico.

2 comentarios:

  1. miguel gracia fandos2 abr 2019, 23:01:00

    Todo esto es verdad, pero lo que se ha llamado "la Casta" también es verdad. Redes clientelares que se aseguran lealtades haciendo o cobrando "favores"...

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  2. Caballero Xabel Begas... merece usted un homenaje. Por un casual, está usted apuntado a algún pesebre o qué. Y disculpe.

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