sábado, 7 de agosto de 2021

Historia y cultura. Apelación a la memoria **EL AGUA** .


En el 2005 Miguel Gracia Fandos escribió un artículo que mandó a un concurso de relatos, le dieron el tercer premio y se publicó en el RUJIAR (Centro de Estudios del Bajo Martín), de aquel año. IV entrega.

Es muy interesante, sobre la cultura del agua en el pueblo.

Esta vez ponemos todo el escrito

 

                                               EL AGUA

 Si te casas en Alcaine/ tendrás una gran fortuna/ irás a por agua al río/  cargada como una mula.

               Debía tener 5 ó 6 años cuando allá por 1964 quién esto escribe hizo el primer viaje que recuerda a Zaragoza. Por entonces cuando se iba a Zaragoza, algún tema de salud había que ventilar con médicos, algunas compras había que hacer, o las dos cosas a la vez, fuese cual fuese el motivo era impensable un viaje a Zaragoza sin hacer una visita al Pilar.

            No recuerdo el motivo por el que se hizo aquél viajé, que para mí era todo un acontecimiento esperado con impaciencia desde que supe que se preparaba el mismo. Llegado el día a Zaragoza fuimos mi madre, mi abuela y yo (también como el poeta) “sobre la madera de un vagón de tercera.”[1]

            Por entonces la emigración de los pueblos a la ciudad estaba en su apogeo. Era un criterio indiscutido que en las ciudades se vivía mucho mejor que en los pueblos y entre otras podría ver lo bien que se vivía en la ciudad.

            Cuando bajamos del tren buscaba con interés esas cosas que hacían que se viviera mejor en la ciudad que en el pueblo, pero ¿dónde estaban esas ventajas?... Había muchos coches sí, pero en el pueblo también había coches. Había mucha más gente, pero en el trajín que llevaban bien se notaba que no estaban ociosos. Había autobuses y tranvías, pero también las distancias eran más grandes. La gente iba mejor vestida, yo mismo iba con una ropa que en el pueblo sólo hubiera llevado los domingos, pero llevar mejor ropa conllevaba tener más cuidado y eso más bien era un inconveniente... ¿Dónde estaban esas mejores condiciones de vida?... Yo miraba a mi alrededor, pero no encontraba el motivo por el que se vivía mejor en la ciudad.

            Fuimos a comer a casa de unos parientes, allí subí por primera vez a un ascensor, me pareció un buen invento y hubiera pasado un buen rato jugando con él, pero casualmente los niños no podían usarlo solos. Era evidente que para los mayores aquello tampoco era un juguete y pese al ascensor, llegar a aquellos pisos con bultos era complicado. Tampoco eran los ascensores lo que marcaban las diferencias de calidad de vida entre la ciudad y los pueblos.

            Cuando llegamos al piso ya nos estaban esperando y tras los saludos la mujer de la casa enseño el piso a mi madre. La vivienda era más pequeña que otras que yo conocía en el pueblo, aunque estaba todo más arreglado y en menos sitio había unos muebles que yo no había visto en el pueblo. Mostrando la casa, la mujer abrió una puerta y apareció un cuarto extraño, con azulejos y grifos que me recordaba a otro cuarto que no se utilizaba para nada que había en la casa nueva que se habían hecho mis padres. La mujer, que no paraba de hablar, hizo un gesto y... ¡lo entendí todo! Ya sabía por qué en las ciudades se vivía mucho mejor que en el pueblo, ya sabía por qué emigraba la gente de los pueblos a la ciudad. La mujer había abierto un grifo y había salido agua, lo había cerrado y había dejado de salir... ¡Qué maravilla!

            Yo mismo pude imaginar que el depósito del que venía el agua no estaba en aquél fino tabique, sino que a través de tuberías llegaba el agua desde algún depósito que estaría muy lejos. Aquello que llamaban “agua corriente” no estaba en mi pueblo pensé mientras se me encogía el ánimo y me sentía como un pueblerino, como menos persona que los de ciudad. (Debí vacunarme entonces puesto que nunca he vuelto a sentir esa sensación en ninguna comparación entre lo urbano y lo rural)

            En la cocina también había una fregadera con grifos por los que salía agua además caliente si se quería, también tenía un agujero por el que se iba el agua sucia. Después de comer, allí mismo y en un momento se pudo fregar la vajilla. ¡Cuántas comodidades había en la ciudad!

            También nos enseño un cuarto en el que tenía una máquina de coser y montones de ropa ya cosida o que tenía que coser y su marido no había venido a comer porque estaba trabajando, era evidente que en la ciudad también se trabajaba duro, pero tenían agua corriente en casa. ¡Con razón se decía que en la ciudad se vivía mucho mejor que en los pueblos!

            Más tarde cuando ya volvíamos al pueblo, yo me esmeraba en leer los nombres de las estaciones en las que paraba el tren, en una de esas paradas leí: “QUINTO DE EBRO”, no muy lejos de la estación pude ver una extraña máquina que hacía una zanja, mi madre me dijo que esas zanjas eran para poner los tubos que llevaban el agua corriente. Que por otros pueblos del río Martín que estaban más arriba también estaban haciendo zanjas de muchos kilómetros y que el agua corriente pronto llegaría a Samper.

            No debieron dejarme muy convencido las alegres expectativas de mi madre: que sí, insistió, que por eso hicieron un cuarto de aseo en la casa nueva, que, aunque ahora no servía para nada, cuando llegase el agua corriente, sería como el que habíamos visto en Zaragoza.

            ¿Sería verdad que pronto habría agua corriente en Samper de Calanda? Si en el pueblo hubiese también agua corriente, Samper de Calanda, sería el mejor lugar para vivir que uno podía imaginar, hasta era posible que algún chico con el que había jugado antes de que sus padres emigrasen volvieran al pueblo cuando supiesen que aquí también había agua corriente.

            Para entonces, quién esto escribe tenía una idea muy clara del trabajo que costaba proveerse de agua para beber en las casas, y sabía lo que costaba a las mujeres poder lavar la vajilla o la ropa en casas en las que no había agua corriente. Por entender lo que costaba todo lo relacionado con el agua, podía comprender lo que valía un grifo por el que pudiese salir agua con sólo el trabajo que costaba abrirlo, y poder cerrarlo con la confianza de que cuando se abriese volvería a salir agua.

            El  agua ha sido siempre un factor fundamental para la vida y no solamente en su faceta primaria de agua de boca, también para lavar y lavarse, para abrevar el ganado y los animales de labor que hasta hace unas décadas proporcionaban la fuerza necesaria para trabajar la tierra, y finalmente como agua de riego que allá donde ha llegado ha permitido en estas tierras resecas multiplicar el rendimiento de la tierra y obtener cosechas que ninguna manera hubieran sido posibles con el agua de lluvia solamente.

La niñez de quién esto escribe, allá por 1960, fue una época en la que se producían grandes cambios, y con el agua me ocurrió algo muy parecido a lo que sucedió con la llegada de la mecanización a la agricultura, que por muy poco pude llegar a conocer dos maneras de vivir que se solaparon en aquellos años.

            En la casa que por entonces se hicieron mis padres en el Altero, como ya era verosímil que eso de la “traída de las aguas”[2] se hiciera realidad en pocos años, ya se había construido un cuarto de aseo como se entiende cuando escribo esto, claro que entonces, como no había agua corriente, era un cuarto inútil que si acaso era utilizado como trastero. Como eso de la “traída de las aguas” seguía siendo una quimera, también se construyó un aljibe en el que recoger el agua de lluvia que caía en el tejado y que a través de unos canalones se conducía al depósito de agua. Antes de que el agua entrase al aljibe pasaba por unos filtros con piedras de tamaño cada vez más pequeño. El depósito tenía (tiene cuando escribo esto, aunque ahora no se utilice) un grifo por el que sacar el agua. Había que tener mucho cuidado y asegurarse siempre de que el grifo se quedaba bien cerrado para evitar que gota a gota se perdiese el agua que tan valiosa podía ser en caso de lluvias escasas.

            El agua de boca se guardaba en una tinaja de cerámica de considerables dimensiones, debían caber entre 100 y 150 litros, que estaba en un cuarto bajo. Después de llenar la jarra de agua había que colocar una tapadera de madera sobre la tinaja. Cantidades más pequeñas de agua de boca se ponían en el botijo. Había botijos de verano, que eran de cerámica porosa que al evaporar algo de agua, mantenían más fresca el agua en su interior. Los botijos de invierno eran de cerámica vidriada para que no se evaporase y se enfriase más el agua.  

El agua que se recogía en el depósito se utilizaba como agua de boca, para lo que periódicamente se rellenaba la tinaja. También se utilizaba para los animales de corral, y para lavarse, aunque cuando escribo esto, alguno se escandalizaría de la poca agua que se gastaba en lavarse.

Pero eso de tener un aljibe en casa en el que se recogiera agua de los tejados ya había supuesto un gran avance para procurarse agua en cantidades considerables y de la mejor calidad, puesto que como el agua “del cielo”, que así llamaban también al agua de lluvia, no hay ninguna.

            AGUA PARA LAS PERSONAS. AGUA PARA ABREVAR LOS ANIMALES. 

Mis padres cuentan que, en sus primeros años, en las casas había simplemente una o varias tinajas de 150 o 200 litros destinadas a almacenar agua de boca. La mejor agua de boca que había era la que se recogía en algunos balsetes[3] del monte[4], y se transportaba hasta casa en cubas cargadas en carros de los que tiraban las caballerías. El agua del río, y por lo tanto la que bajaba por las acequias y brazales no era buena para beber la gente, aunque si era buena para abrevar las caballerías y otros animales.                     

Por estar cerca del pueblo y por ser de muy buena calidad, era muy apreciada el agua que en caso de lluvias fuertes se recogía en la airica y en la ralla de Sta. Quiteria[5], me cuentan que después de alguna tormenta se podían juntar varios carros con cubas para recoger el agua de la airica antes de que se la llevasen otros o se filtrase en la tierra, en aquellas ocasiones en las que se juntaban varios carros con cubas para cargar agua, había que guardar el turno de llegada y cumplir ciertas normas como impedir que las caballerías pudiesen llegar hasta el agua para que no la estropeasen. El agua había se cogía con galletas [6] que se vaciaban en la cuba que estaba en el carro. Me dicen que en esos casos solía haber un guardia que garantizase el orden entre todos los que querían recoger el agua que tan necesaria ha sido siempre y tanto trabajo costaba entonces, pero según me cuentan en aquellas ocasiones no se daban disputas importantes, todos sabían lo que tenían que hacer. Es curioso porque alrededor del agua siempre ha habido conflictos y en algunos casos muy importantes, pero no ha sido el agua de boca la que ha provocado grandes conflictos, no, curiosamente ha sido el agua de riego, pero del agua de riego y de su conflictividad ya trataremos más adelante.

Para recoger y almacenar la mayor cantidad posible de agua de lluvia nuestros antepasados extendieron una red de balsetes por todo el monte. Allí donde había un suelo arcilloso, y por lo tanto impermeable, se excavaba el terreno y mediante una o varias agüeras[7] se conducía el agua de lluvia que caía en una ladera próxima. Para evitar que las paredes del balsete se desmoronasen, el vaso del balsete se rodeaba con paredes de piedra, con piedras se construían también las escaleras suficientes para poder llegar hasta el agua. En todos los balsetes había una pila, más o menos toscamente labrada en piedra, en la que se echaba el agua para que las caballerías abrevasen sin estropear el agua que quedaba en el balsete, puesto que cualquier vecino podía ir a buscar agua a cualquier balsete para llevársela como agua de boca a casa. Ni que decir tiene que los balsetes y sus “agüeras” se limpiaban periódicamente para poder recoger agua de la mejor calidad posible.

Donde existía una superficie rocosa de del tamaño suficiente también se labraban en la roca unas pilas a la que unas pequeñas “agüeras” labradas en la piedra conducían el agua de lluvia. La capacidad de estas pilas no era muy grande, la mayor que conozco es la “Pila de los Frailes”, contigua a la ermita de Sta. Quiteria, pero el agua que se recogía en las mismas era muy buena.

El agua de todos los balsetes no era igual, había algunos que almacenaban un agua muy buena, a esos balsetes se iba a buscar agua con el carro y las cubas para llenar con ella las tinajas que había en las casas en las que se ponía el agua para beber y cocinar. Por el contrario, había otros balsetes que daban un agua mala, que no valía para beber las personas, pero el agua de esos balsetes era también muy valiosa para abrevar las caballerías y otros usos. Hay que tener en cuenta que, en aquella época, en la que la tierra se trabajaba con caballerías, los campos de secano valían menos cuanto más alejados estaban del pueblo y de algún puesto con agua segura en el que poder abrevar los animales de labor.

Supongo que la diferente calidad de agua de unos balsetes a otros sería por el terreno en el que recogían el agua y en el que se asentaban. Los mayores con los que hablo del tema no saben nada de química, pero los criterios son unánimes, todos están de acuerdo a la hora de señalar los balsetes en los que se podía recoger la mejor agua: La de la Balsica de Alcañiz, (a 12 km. del pueblo por el camino de Alcañiz) era buena, pero 500 m. mas allá, estaba el balsete de Candiles que era mejor; la del balsete del Servoso (el más grande que hay en el término municipal) era mala, la de la Mollata era mala; pero la del remoto y escondido balsetico de los Lobos, que era un agua rojiza, hay quién dice que era la mejor. Bueno, el caso es que por lo que fuera la gente sabía el agua buena era buena y la que era mala... que no te sentaba bien, o que no te quitaba la sed, según me cuentan. Un criterio que decía mucho de la calidad del agua era la forma como se cocían las judías, si se cocían bien es que eran agua buena, si no se cocían por mucho que hirviera el agua, o si se cocían muy mal, es que era agua mala.

Un color que hoy diríamos que era de agua más bien turbia y que entonces decían que era de “agua de monte” era muy apreciado como señal de la calidad de la misma. Por aquellos tiempos había aguadores que llevaban agua a las casas más pudientes del pueblo, que normalmente no tenían relación con la agricultura. Me cuentan el caso de una señora de cierto postín que recién llegada al pueblo, encargó agua, le llevaron la mejor agua que los aguadores pudieran desear, por supuesto de monte, y con el color que la caracterizaba... ¡Qué enfado pilló le señora cuando vio que le llevaban agua turbia! El hombre intentó explicarse, pero la señora de ninguna manera iba a aceptar un agua que no fuese clara. Tampoco era tan grande el problema, el aguador llevó el agua a otra casa en la que seguro que la apreciaban más y para la señora llevó agua de un brazal que alimentaba a unas pilas en las que abrevaban las caballerías; eso sí, el agua estaba muy clara y la señora quedó contenta. Porque el agua del río y por lo tanto la de las acequias y brazales, que la tomaban del rio, no era buena como agua de boca. Si servía para abrevar las caballerías y otros animales. También servía o por lo menos se usaba para lavar y por supuesto para regar, de lo que trataremos más adelante; pero como agua de boca no servía, tanto es así que según me cuentan, en épocas de sequía prolongada, cuando ya no quedaba agua ni buena ni mala en los balsetes, antes se bajaba con el carro y las cubas hasta Escatrón a coger agua del Ebro, que recurrir a beber agua del río Martín. Y en Escatrón, me cuentan que aprovechaban para llenar los aljibes con el agua que bajaba por el Ebro en el mes de mayo, cuando llegaba el agua del deshielo de los Pirineos, puesto que el agua de otoño era generalmente mucho peor.

Otra forma de obtener agua sobre todo para los animales era la que se acumulaba en las balsas y la que se obtenía de los pozos. Las balsas eran, y son cuando escribo esto, lugares en los que por la propia naturaleza del terreno se acumula el agua y lluvia. Se diferenciaban de los balsetes en que no había que construir un vaso en el que acumular el agua (aunque si se limpiaban periódicamente las balsas) ni “agüeras” para conducir el agua. A las balsas los animales, tanto las caballerías como las ovejas y cabras de los rebaños, podían acceder directamente hasta el agua para abrevar, mientras que en los balsetes se sacaba el agua a la pila para que las caballerías abrevasen sin estropear el agua del balsete. El agua de los balsetes no se usaba para abrevar las ovejas y cabras.

Repartidos por el término municipal también podemos encontrar restos de algunos pozos que se hicieron para poder obtener agua para abrevar las caballerías y, sobre todo, los ganados que “pagentaban” en el monte. Estos pozos, no eran públicos, solían ser de particulares Los pozos que podemos ver solían tener entre 3 y 8 metros de profundidad aproximadamente, el agua solía ser de mala calidad, pero a falta de otra mejor era muy apreciada para los animales. Quién esto escribe y otros, allá por 1982, limpiamos el escondido “Pozo de la Mora”. Cuando sacamos todos los escombros, en la roca que era el fondo del pozo encontré un agujero de pocos centímetros de ancho, y más de medio metro de largo, no tenía ni idea de cómo se había hecho ese agujero y para no escuchar hipótesis que presuponía disparatadas sobre el origen del mismo, no dije nada a quién estaba arriba tirando con una cuerda del caldero en el que colocaba los escombros del pozo. Al menos entonces no dije nada, pero me dejó intrigado el agujero en cuestión. Años más tarde, hablando con Pepe “El Turmera” me dijo que el agujero lo había hecho él para meter cartuchos de dinamita con el fin de profundizar más el pozo y tratar de que diera más agua. También me dijo que el agua de ese pozo que nosotros habíamos mandado analizar y que resultaba tener demasiadas sales disueltas incluso para abrevar ganado, no era ni mucho menos de las peores aguas de los pozos del término municipal:

- “El agua del pozo de la Mora que está en el “cabalto” de Val de la Reina, cuece las judías, mal, pero las cuece; pero con agua del pozo de los “Mases de Galicia”, que están en la parte baja de la misma val, con esa agua no se cuecen las judías”. Me dijo Pepe “El Turmera” dando a entender que otros pozos daban agua aún con más sales disueltas.

En cualquier caso, los rebaños que estaban acostumbrados a una zona y a un tipo de agua determinado abrevaban normalmente del agua que se sacaba de los pozos, pero las caballerías que probaban diferentes aguas según trabajaran en diferentes parajes no siempre aceptaban el agua que daban los pozos de estas tierras resecas. Tenían sed, acercaban la boca al agua, pero en ocasiones resoplaban sobre al agua salobre en lugar de abrevar. Me cuentan que los caballos eran mucho más delicados que las mulas y los burros a la hora de abrevar agua qué, aunque no fuese muy buena, era la mejor que había.

(Abro este paréntesis para nombrar de pasada a Iván P. Pavlov, fisiólogo ruso que recibió el premio Nobel de Medicina en 1904 por el descubrimiento y demostración de los “reflejos condicionados”. Demostró que un perro hambriento segregaba jugos gástricos cuando se le ofrecía alimento. Si cuando se le ofrecía alimento se hacía sonar una campana, el perro segregaría jugos gástricos cuando oyese la campana, aunque no se le ofreciese alimento)

Recuerdo que aquellos labradores que ni remotamente sabían quién era ese Pavlov y su reflejos condicionados  solían silbar suavemente cuando las caballerías abrevaban, y recuerdo una ocasión en la que fui con mi padre a que las mulas abrevasen agua de un pozo, las caballerías rechazaban el agua salobre; pero mi padre insistía y silbaba aquella melodía con especial insistencia hasta que para alivio de mi padre las mulas empezaron a abrevar de aquella agua que no sería muy buena pero era la mejor que había, porque si las mulas no abrevaban no comían bien, y si no comían no podían trabajar.

Para abrevar los animales también se aprovechaba el agua de manantiales donde los había, pero con el clima de estas tierras son demasiado escasos. El más importante es Val de Llego, casualmente en el centro del término municipal, hay un manantial que da agua en cantidad y calidad suficiente para que los animales pudiesen abrevar todo el año. También embalsa el agua para riego, pero la salida del agua de riego está en alto para asegurar que no falta agua para abrevar los rebaños y las caballerías. En la llamada Balsa de La Marga (Aunque la llamemos balsa, es principalmente agua manantial) y en la Balsa de Profeta, en Val Imaña, muy cerca de la linde con Híjar, eran los otros lugares en los que no faltaba agua para abrevar los animales. Me cuentan que los pequeños rebaños de ovejas y alguna cabra que por entonces pastaban por “la Pila Plana”, “el Sardón” y otros parajes en los que en ocasiones faltaba el agua, iban a abrevar hasta Val de Llego, entonces existían unos pasos perfectamente delimitados para el ganado, pero las distancias a cubrir eran considerables por lo que en esas ocasiones iban a abrevar un día sin otro.

La construcción dentro de las casas de aljibes en los que almacenar agua supuso un grandísimo avance para abastecerse de agua de boca. Me cuentan que poco “antes de la guerra”[8] ya se construyó algún depósito que se llenaba con agua de los balsetes, pero suponían una gran ventaja sobre las tinajas por poder recoger más agua cuando era abundante. Es importante señalar que aquellos primeros aljibes que se construyeron en las casas se llenaban con agua de los balsetes que se transportaba con el carro y las mulas. Lo cierto es que por entonces no existían, o al menos no se conocían por aquí, los canalones y los tubos con los que se podía recoger el agua de lluvia de los tejados y llevarla hasta el aljibe. Los canalones (los primeros que se vieron por aquí eran de cinc) tardaron en llegar, supongo que de no haber sido por la guerra hubieran llegado antes.

Mi padre cuenta que fue allá por 1946, “el año de la cosecha” cuando en la casa de su padre construyeron el depósito de agua en el que se almacenaba el agua de los tejados, era de los primeros aljibes que se construían en el pueblo pensando que se llenaría no con agua de los balsetes que tanto costaba recoger y transportar, sino con el agua de lluvia de los tejados que mediante unos canalones se llevaría hasta el aljibe. Por entonces también llegó un gran adelanto en los materiales de construcción que permitía cubrir muy rápidamente superficies considerables: las placas de “URALITA”. Aún no se veían en el pueblo esas placas de uralita, pero cuando estaban construyendo el aljibe en casa, fueron a Alcañiz con las caballerías y el carro. Llevaron unos sacos de trigo y con la venta de ese trigo compraron unas placas de uralita con las que cubrir una terraza, ganaría la terraza, ganarían espacio en la casa, y sobre todo podrían recoger el agua de lluvia y guardarla en el aljibe en la misma casa ¡Qué comodidad! Mi padre recuerda que cuando colocaron las placas de uralita se dieron cuenta de que faltaba alguna para poder cubrir toda la terraza, aunque de la manera que lo cuenta no creo que fuese un error al medir la terraza. Debió ocurrir que el trigo que pudieron llevar en un solo viaje hasta Alcañiz con las caballerías y el carro no fue suficiente para poder comprar todas las placas necesarias. Tampoco era un problema que no tuviese arreglo, ocasión para ir otra vez a Alcañiz con algo de trigo, traer la placas que faltasen y con el trigo sobrante sacar algún dinero que para otras cosas hacía falta.

El resultado del depósito en el que se acumulaba el agua de lluvia que caía en el tejado de uralita y otros tejados de la casa, fue realmente espectacular: ¡nunca faltó agua de lluvia, agua del cielo, de la mejor calidad, en el depósito! Ya no se volvió a ir a los balsetes del monte a buscar agua de boca. Tan abundante y buena era el agua que incluso se volvieron las tornas, y cuando tenían que ir trabajar al monte con las caballerías, ante la sospecha de que no hubiera agua para las caballerías en los balsetes próximos, llenaban la cuba de agua del depósito y con el carro la llevaban para que las caballerías tuvieran agua abundante y buena mientras duraban los trabajos en el monte.

Encantados todos con la comodidad que suponía tener agua en el depósito de casa, mi padre cuenta que el suyo, muy pronto preparo una desviación en la entrada del depósito que permitía desechar la primera agua de lluvia que caía en los tejados, puesto que era la que arrastraba el polvo y la suciedad que había en los mismos. Cuando los tejados ya se había lavabo y el agua bajaba completamente limpia, entonces ya se conducía al depósito.

Hay que tener en cuenta que en aquellos depósitos se guardaba agua que no siempre se renovaba rápidamente y que no era sometida a ningún tratamiento químico[9], por lo que había que tener mucho cuidado en que no entrase suciedad que pudiese corromper el agua. Me cuentan de algunos depósitos que no debían estar muy cuidados en los que en ocasiones se corrompía el agua, llegando a temerse que tendrían que tirar el agua que contenía, pero días más tarde el agua volvía a ser buena, fenómeno este que se achacaba a las fases de la luna.

He escrito antes que al agua no se le sometía a ningún tratamiento químico, aunque era una costumbre muy extendida echar unas gotas de anís en el agua de boca, la hacía más refrescante y agradable de sabor, sobre todo en las ocasiones en que, por ser escasa y vieja, ya tenía demasiados olores y sabores desagradables. Mi pariente Tomás Gracia que no tiene muchos más años que quién esto escribe, me cuenta que recuerda a su madre en el monte insistiéndole para que bebiera agua de la mejor que había, aunque tuviera olores y sabores desagradables. Para hacer el agua más agradable echaba gotas, y a veces más gotas de anís, lo importante es que bebiera agua y no se deshidratara el chico. Nada nuevo tenía esta práctica si consideramos que durante siglos las especias tuvieron un altísimo valor entre otras cosas por que permitían enmascarar los sabores de alimentos que cuando escribo esto consideraríamos no aptos para el consumo humano.

AGUA PARA FREGAR LA VAJILLA Y LAVAR LA ROPA.

La existencia de aljibes en casa en los que se podía tener agua de lluvia fue muy útil para proveerse de agua de boca muy buena y abundante, pero no alteró los procedimientos para fregar la vajilla y lavar la ropa. Hay que tener en cuenta que, para poder lavar en casa, es necesario tener agua; pero no es suficiente tener agua abundante, hace falta también un sistema que permita evacuar el agua sucia, y por abundante que fuese el agua en el aljibe de casa, no se tenía una red de desagüe. En aquellos casos deshacerse del agua sucia llegaba a ser tan laborioso como proveerse se agua limpia. Algo del agua sucia podía usarse para “rugiar”[10] la calle que entonces eran de tierra y si se mojaban un poco no se levantaba polvo, pero que no podían convertirse en una letrina. Otro uso podía ser regar las macetas, pero siempre era poca el agua que podía eliminarse de esa manera. El ciemo de las caballerías, al contrario que el de los cerdos, ovejas y otros animales  absorbía grandes cantidades de esta agua sucia, pero tampoco era una cantidad ilimitada el agua que podía absorber y en todas casas no había caballerías, es curioso pero en las casas que no se dedicaban a la agricultura, entre las que estaban las más pudientes del pueblo, no había caballerías y  aunque podían pagar para que les llevasen agua a casa, tenían más problemas que otros para deshacerse del agua sucia.

            El fregar la vajilla y lavar la ropa era entonces (no digo que ahora no lo sea) cosa de mujeres. Para fregar la vajilla, tenían que ir hasta el punto más próximo a cada casa en el que hubiese agua, que era el brazal o la acequia más cercano. Esta proximidad al agua condicionaba el precio de las casas, entonces las más caras eran las que estaban en la parte baja del pueblo, las del Barrio Bajo y las que estaban próximas a la acequia o a algún brazal. En la parte más alta del pueblo, el “Cabalto Lugar” las casas eran más baratas, puesto que para llegar hasta el agua había que andar un buen trecho y salvar un desnivel importante. En ocasiones las circunstancias se aliaban con los que vivían en las casas del “Cabalto Lugar”: en caso de lluvias importantes estaban mucho más cerca de la “Airica de Sta. Quiteria” para llenar sus cubas con el agua que allí se recogía, y cuando en muchos casos antes de cesar lluvia, los de la parte baja del pueblo subían a buscar agua, se cruzaban con los del “Cabalto Lugar” ya volvían con las cubas llenas. Claro que eso ocurría muy de vez en cuando, por el contrario, lavar la ropa y sobre todo fregar la vajilla, eran trabajos cotidianos que exigían a las mujeres uno o varios viajes diarios al lugar más próximo en el que hubiese agua.

            La vajilla se fregaba con tierra, en los puestos más habituales en los que se colocaban las mujeres para fregar se veían unos hoyos que se hacían cogiendo la mejor tierra para limpiar la vajilla, porque todas las tierras no limpiaban igual. Años más tarde quién esto escribe, estando en la mili de maniobras, a la hora de limpiar la bandeja de acero inoxidable en la que nos daban la comida, pudo observar que los compañeros que antes y mejor lavaban su bandeja no eran los que más agua y jabón gastaban, sino algunos que la limpiaban con tierra y la aclaraban después. Muchos compañeros “de asfalto” se escandalizaban de limpiar eso con tierra. Yo no tenía derecho a escandalizarme, sólo podía sentirme decepcionado por lo frágil que había resultado mi memoria, yo había visto fregar la vajilla con tierra, pero eso ya era cosa del pasado, a mí ya no se me hubiese ocurrido.

            Lavar la ropa en aquellos tiempos en los que todo se lavaba a mano suponía un gran trabajo. La ropa se lavaba con muchísima menos frecuencia que cuando escribo esto. Había que lavarla con agua buena, me cuentan que en la del río, por su dureza no “entraba” el jabón, aunque había unas pastillas que, si se añadían al agua del río, se podía lavar con ella. El jabón se hacía en casa calentando aceite y otras grasas no aptas para alimentación y añadiéndole sosa cáustica.

Las sábanas y la ropa blanca se lavaban tradicionalmente haciendo “la colada”, esto es, se colocaba la ropa plegada en un lebrillo y sobre la ropa se ponía un lienzo que contenía ceniza, la ceniza de la barrilla (salsola kali) era preferida sobre otras por ser muy blanca. Echando agua caliente a la ceniza se conseguía una lejía que se colaba por la ropa que había que lavar. El agua, que salía por el fondo del lebrillo, se volvía a calentar y se repetía la operación las veces que fuera necesario. Después había que aclarar la ropa en un lugar en el que hubiese agua abundante.  (Me cuentan que la colada dejó de ser un sistema práctico de lavar ropa mucho antes de que hubiese agua corriente, supongo que cuando pudo fabricarse jabón en las casas dejó de hacerse la colada).

            Para poder transportar la ropa o la vajilla desde casa hasta el lugar en el que se fuese a lavar, las mujeres desarrollaban una habilidad para mantener sobre la cabeza un balde en que transportaban la ropa o la vajilla. Se colocaban sobre la cabeza una rodilla y sobre ella el balde con la carga bien repartida para que fuese más fácil mantener el equilibrio, en las manos solían llevar algo más ligero y así, en ocasiones subían desde el río hasta el pueblo, y no faltaba conversación entre ellas, aunque supongo que en los repechos más empinados la conversación se haría más lenta. También supongo que, con aquellos trabajos, el colesterol causaría menos problemas que cuando escribo esto.

            Después de seca la ropa había que revisarla a conciencia, cosiendo lo que estuviese descosido o roto, remendando lo que estuviese desgastado, o colocando trozos de otra tela y si era necesario “apiazando” la ropa, esto es cosiendo trozos de otra tela en las partes más desgastadas de una prenda, como las hombreras de las camisas, o las rodillas de los pantalones, o la parte central de las sábanas. Los tejidos que entonces resultaban especialmente muy caros y tenían que durar mucho tiempo, eran en todo caso de fibras naturales: algodón, lana, lino, cáñamo, eran las materias primas con las que se elaboraban todos los tejidos entonces que con los trabajos del campo se deterioraban más rápidamente. Las mujeres también se encargaban de este mantenimiento de la ropa y solían ser auténticas expertas

AGUA DE RIEGO. EL RÍO MARTÍN

La disponibilidad de agua ha condicionado el asentamiento y desarrollo de las poblaciones. Ya hemos visto antes lo mucho que costaba en esta comarca proveerse de agua de boca. Ha habido pueblos mucho más afortunados en este aspecto, que desde hace cientos de años, han podido conducir agua desde algún manantial más o menos próximo hasta una fuente en el pueblo.

Si miramos un mapa del Valle del Ebro podemos ver que las zonas de montaña, que están menos densamente pobladas, los núcleos de población son más abundantes y mucho más pequeños, mientras que en la parte baja de los ríos, los núcleos de población son más escasos, pero más grandes, y siempre al lado de los ríos. Evidentemente no ha sido el agua de boca lo que ha permitido la mayor densidad de población en la parte baja de los ríos, sino la posibilidad de utilizar el agua del río regar las tierras.      

El río Martín que tiene su origen en unas sierras ibéricas ya alejadas del Mediterráneo, tiene unos caudales muy irregulares, con períodos de estiaje que pueden verse interrumpidos por  crecidas provocadas por bruscas tormentas o por períodos de lluvias frecuentes, aunque por su lejanía del Mediterráneo, las diferencias de caudal no son tan importantes como en los ríos más próximos al mar, como en los ríos que forman la cuenca del Matarraña  y los afluentes del Guadalope,  que nacen en las sierras más próximas a la costa, el río Bergantes y el Fortanete o Pitarque, en los que el fenómeno conocido como “gota fría” incide con especial intensidad provocando enormes riadas que requieren un enorme cauce muchas veces ocupados por el hombre. “El río que enseña las escrituras” he oído decir a algunos viejos en lugares muy lejanos cuando una riada arrasa las obras que se hacen en lo que es su cauce.

El río Martín viene abasteciendo una red de riegos que ha permitido en la parte baja de su cuenca, mantener unas densidades considerables de población, muy superiores a las que se hubieran podido dar en esta comarca de clima tan árido, de no haber podido regar con sus aguas una cantidad considerable de tierras próximas al río. 

Por el Bajo Martín se encuentran yacimientos arqueológicos íberos y romanos, es posible que algunos sistemas de riego ya de considerable complejidad colaborasen al mantenimiento de aquellas poblaciones, así lo demostrarían los restos romanos hallados en “El Regadío” en Urrea de Gaén. Pascual Martínez Calvo, en su “Historia de Samper de Calanda”, nombra el yacimiento de Pompeya, en Samper, que también es el nombre a una acequia, y lo relaciona con la romanización. No obstante, en la administración de los regadíos como los conocemos hoy, son muy frecuentes el uso de palabras como “alfarda”, “azud” o “ador”[11], que nos hablan de un desarrollo inequívocamente morisco del sistema de regadíos que ha llegado al siglo XXI.

En los libros de historia podemos leer que los moriscos fueron expulsados de España a principios del XVII. Asusta pensar lo que pudo suponer en estas tierras la expulsión de aquellas gentes que durante generaciones habían sido fundamentales para desarrollar los sistemas de regadío, los que más y mejor trabajaban la tierra, resulta elocuente que hasta en nuestros días se usa la expresión “trabajo de moros” para señalar trabajos muy onerosos. También eran los que más impuestos pagaban[12]. Pero esto sería dar un tratamiento histórico del tema del agua de riego, y aquí sólo se pretende recoger las vivencias intrahistóricas que uno ha podido ver u oír a sus mayores vivencias, que, por motivos obvios, no podrán ir más allá de comienzos del siglo XX.

En estas tierras resecas en las que un riego oportuno puede marcar la diferencia entre una buena cosecha o una cosecha malograda, entre la riqueza o la pobreza (que en una agricultura de subsistencia podía implicar tener el hambre demasiado cerca) el agua ha sido la mayor riqueza y su administración de una red de riegos que se había ido ampliando a lo largo de tantos siglos, con unas costumbres y unos derechos que habían ido pasando a través de tantas generaciones podía llegar a ser extraordinariamente compleja y conflictiva. Si exceptuamos el episodio de la guerra civil, los únicos conflictos que en Samper de Calanda han producido enfrentamientos que han llegado a saldarse con muertes han sido los provocados por el agua de riego.

Resulta curioso que la administración del agua de boca que podría parecer más urgente y perentoria no haya provocado conflictos tan graves como el agua de riego; supongo que el agua de boca, aunque mala, no ha llegado a ser tan escasa como para disputársela a un sediento y, sobre todo, las situaciones en las que se podían provocar conflictos eran difícilmente repetibles.  Algún caso me ha contado en el que, siendo el agua escasa en los balsetes del monte, uno que llegó muy poco antes, llenó su cuba de agua, y no puso mucho cuidado para no remover con el fango la poca agua que quedaba para el siguiente; pero con el tiempo el agua se posaba, y tampoco hubiera sido normal que la situación se repitiera varias veces, y en el mismo orden para que los ánimos de enconasen.

Lo malo de los conflictos que se podían provocar con el agua de riego es que la situación se repetía siempre que el agua para regar era escasa, cada ador, cada temporada de riego, se presentaba y se renovaba el conflicto, y los contendientes eran siempre los mismos. Bueno, a veces estos conflictos se prolongaban tanto en el tiempo que llegaban a pasar de generación en generación, como si con los campos se hubieran de heredar los enfrentamientos. En el peor de los casos, los conflictos que se aplazaban en el campo cada vez que pasaba el ador, se renovaban en las respectivas casas, alimentando cada contendiente con los familiares de su entorno sus reales o pretendidos derechos y aumentando los abusos y afrentas, reales o supuestas, de la otra parte.

En las situaciones en las que el conflicto se renueva y cada una de las partes alimenta su versión de forma autista la situación puede estallar con las más graves consecuencias. Me cuentan que, en alguna ocasión, herramientas hechas para el trabajo de la tierra han sido lanzadas con saña sobre la cabeza del contrario, o escopetas pensadas para la caza, se han apuntado al pecho de quién disputaba el agua de riego. En las situaciones, afortunadamente escasas, en las que llegaba a haber un muerto la situación ya no admitía retorno, a uno lo llevaban al cementerio, otro a la cárcel, y en todos los casos de que tengo noticia, la familia del agresor vendía el campo. Por una parte, había que indemnizar a la familia de la víctima y también era la manera de evitar que el conflicto volviera a presentarse y que los allegados de la víctima pudieran pensar en venganzas.

Quién esto escribe, tuvo la suerte de poder escuchar a sus dos abuelos durante más de 20 años (ojalá hubiera prestado más atención) y a los dos recuerdo haberles oído decir que cuando ellos eran jóvenes, incluso niños, se produjo una gran mejora en la administración de los riegos, y en lo que era un laberinto de privilegios, que podían regar cuando quisiesen sin necesidad de espera  a que llegase su turno,  paradas altas  que podían regar un ador sin otro, añadidos y caños de pompea que podían regar los meses de octubre a marzo y pagaban media alfarda  y otras formas de regular el aprovechamiento de las aguas para riego entre las que me han contado que los trigos sólo se podían regar hasta la 12 de la noche del día de S. Juan. En muy poco tiempo, eso se clarificó y todo el mundo sabía cuando y cómo podía regar y desde luego que la existencia de unas normas claras es la mejor manera de evitar conflictos.

A principios del siglo XX se produjo una gran mejora en la administración de los riegos, se constituyó la COMUNIDAD DE REGANTES de Samper de Calanda, con sus Ordenanzas, su Sindicato y su Jurado de Riegos. 

Las ORDENANZAS de la Comunidad de Regantes disponían (disponen que aún están vigentes cuando escribo esto) que el riego había de hacerse fila tras fila. En una misma fila, tendrán preferencia los regantes de arriba sobre los de abajo, los de la derecha sobre los de la izquierda. Si llega el turno a un campo y no está el regante, perderá el turno hasta que hayan acabado todos los de la fila, si llega antes de que acaben podrá regar, pero si la fila se cierra por haber regado todos los presentes, la fila se cerrará y no se podrá abrir hasta el ador siguiente. Cuando se termine la última fila de la acequia (el cabo bajo según se dice en esta tierra) vuelve a ser el turno de regar en la primera fila, “De orden del Presidente del Sindicato de Riegos se encabeza la acequia (...) al cabalto y de la fila (...) por abajo”, es la fórmula que se usa para avisar a los regantes del  comienzo de un nuevo ador y que se podía regar de la fila primera hacia abajo En casos de escasez de agua,  el Sindicato de Riegos, podrá alterar el normal turno de riego y destinar el agua a los cultivos que la requieran con mayor urgencia. Esto se ha aplicado en ocasiones para regar las hortalizas destinadas autoconsumo, en ningún caso para cultivos forrajeros o destinados a su transformación industrial.

            Quién esto escribe ha llegado a conocer la figura del “zaiquero” que iba con el tajo del agua y regaba los campos en los que no se presentasen los regantes para regar, lógicamente, los trabajadores del campo, que no los propietarios, tenían que pagar al “zaiquero”. Si un regante no quería que se regase una parcela aquel ador, ponía “cruz” (una rama verde clavada en el barro del puerto) en el puerto en el que se paraba el agua para regar la parcela.

El órgano supremo de la Comunidad de Regantes es la Asamblea General que tiene que fijar la alfarda y elegir a los miembros del Sindicato y el Jurado de Riegos.

El SINDICATO DE RIEGOS sería el equivalente a la Junta Directiva de la Comunidad de Regantes. Es el responsable de mantener la red de riegos administrando los recursos de la Alfarda, tiene gran autonomía, aunque para grandes obras necesita la aprobación del la Asamblea General. Puede alterar el turno de riego para poder regar las hortalizas y también puede limitar el número de cosechas que, en la misma temporada, se pueden cultivar en la misma parcela en caso de escasez de agua.

Los cargos del Sindicato de Riegos son honoríficos, gratuitos y obligatorios. Con mucha razón se ha dicho que el cargo de presidente del Sindicato de Riegos es el más ingrato que pueda imaginarse. En demasiadas ocasiones, cuando las cosas han ido bien y los adores se sucedían rápidamente es que el agua era abundante, y claro, ya se sabe que la abundancia en muy fácil de administrar; pero cuando las cosas no iban bien, cuando las cosechas se secaban esperando un ador que no llegaba, entonces no es que hubiera poca agua, no, entonces era culpa del Sindicato que no hacía bien las cosas. Estas líneas también pretenden ser un homenaje a todos los que desde el Sindicato de Riegos se han esmerado (podría poner desvelado) en atender bien los intereses de la Comunidad.

EL JURADO DE RIEGOS tiene como fin sancionar a los miembros de la Comunidad que incumplan las Ordenanzas de Riegos. Los miembros del Jurado de Riegos se eligen en la Junta General, sus fallos son inapelables. Cuando leo sus fines y sus procedimientos me recuerda al Tribunal de las Aguas de Valencia.

Lo cierto es que el funcionamiento de la Comunidad de Regantes nunca ha sido tan perfecto como estaba previsto en sus Ordenanzas[13] y Reglamentos del Sindicato y del Jurado de Riegos, pero aún cuando en algunos aspectos su funcionamiento no haya sido perfecto la constitución de la Comunidad de Regantes supuso un gran avance en la administración de los riegos, y desde su aprobación no ha habido ningún conflicto importante entre regantes, si alguno hacía algo mal hecho, no se trataba tanto de un conflicto con el vecino como de una afrenta a toda la Comunidad.

Mi abuelo paterno contaba que siendo él un zagal, en caso de tormenta, su padre le mandaba a regar un campo concreto puesto que la acequia podía recoger mucha agua de una ladera próxima lo que durante un poco tiempo podía suponer un caudal considerable de agua para regar. En algunas ocasiones después de empezar a regar él, llegaba un vecino algo mayor que había podido correr menos que él y paraba el agua un poco más arriba. Ya se había repetido la situación y estaba el conflicto enconándose; pero en una ocasión, el vecino de arriba ya no se atrevió a parar el agua hasta que acabó de regar él. Por entonces, se habían aprobado las Ordenanzas de Riego, y en la fila, no se podía parar el agua hasta que hubiese terminado de regar el que la tenía parada más abajo.

De mi abuelo materno recuerdo su decepción cuando con el paso de los años los regantes no asistían en la medida que hubiera sido deseable a las Asambleas Generales y luego se quejaban fuera de lo mal que se atendían las cosas, de los que se inhibían por comodidad en la renovación del Sindicato de Riegos, o de los que por no hacerse malquerer permitían que no funcionase el Jurado de Riegos y llegasen a la jurisdicción ordinaria conflictos que hubieran debido solucionarse dentro de la Comunidad  de Regantes. Predecía un tiempo en el que no se podría regar, aunque hubiese agua. Desgraciadamente, ese tiempo ha llegado cuando escribo esto.

A principios del siglo XX hubo, además de la constitución de la Comunidad de Regantes, otras importantísimas mejoras en los regadíos, lo que había sido una quimera para muchas generaciones, el ideal de Joaquín Costa se hacía realidad: pantanos que almacenasen al agua durante el invierno y asegurasen el riego de las cosechas durante el verano.

A finales del siglo XIX, el río Martín, abastecía una considerable red de riegos que, en muchos casos exprimiendo al máximo las posibilidades del río, se había ido ampliando a lo largo de muchos siglos. La administración del agua que bajaba por el río para los riegos en las diferentes localidades que hay a lo largo del mismo, también había supuesto desde antiguo frecuentes conflictos sobre todo entre Albalate del Arzobispo e Híjar. En casos de escasez de aguas, los primeros regantes suelen coger, con razón o sin ella, aguas que podrían corresponder en a los regantes de más abajo. “El que está debajo, tiene trabajo”, es un dicho que resume la problemática que tienen los últimos regantes para hacer valer sus derechos. Se puede suponer que la situación Samper de Calanda a la hora de defender para sus riegos el agua que traía el río Martín de su cuenca alta, habrá sido un poco peor que la de Híjar y algo mejor que la de Castelnou.

Del río Martín toman aguas muchas acequias de tamaños muy diferentes. La más importante por su caudal y por la superficie que riega es la acequia de Gaén, que riega en los términos de Albalate, Urrea de Gaén, Híjar, La Puebla de Híjar y llega hasta Escatrón.

Para entender el sistema de riegos del Bajo Martín hay que tener en cuenta que aunque en sus períodos más secos,  el azud de una acequia tome toda el agua del río, cientos de metros más abajo el río se realimenta con pequeños caudales que proporcionan manantiales del propio río y, esto es muy importante en estos sistemas de riego tradicionales, por las “agotaduras” de las acequias de arriba, el agua que por la imperfección de los sistemas de riegos se escapa de los “paraderos”,  que sobra o se filtra de las parcelas, aguas que lógicamente realimentan otras acequias aguas abajo o al propio río.

Esto explica que en los aproximadamente 6 Km. que separan Híjar de Samper, nos encontramos otras tantas azudes que más que extraer, exprimen, el agua para alimentar acequias a las dos orillas del mismo:

-Por la derecha, la acequia Vieja, que es la más importante de las acequias que riegan en Samper de Calanda.

-Por la izquierda, la de Pompeya, que también recoge las agotaduras de la acequia de Gaén en Híjar.

-Por la derecha, la Acequieta, que recibe las agotaduras de la acequia Vieja.

-Por la izquierda, la acequia del Rey, que recibe la agotaduras de la de Pompeya.

-Por al izquierda la de Jatiel.

-Por la derecha, la Hijuela, que recibe las agotaduras de la Acequieta.

 Todas ellas pueden en ocasiones llegar a desviar toda el agua del río que se había realimentado desde el azud de la acequia anterior, y por supuesto recoger las agotaduras de las acequias de arriba. Evidentemente, nuestros antepasados no habían dejado de aprovechar al máximo, con los recursos técnicos que ellos tenían, las posibilidades de riegos con el agua del Martín.

Dentro de las zonas regables, que se habían ampliado a lo largo de siglos, había grandes diferencias tanto en la calidad de la tierra como en la posibilidad de disponer de agua de riego, de hecho, el agua razonablemente asegurada para el riego solamente lo tenían las tierras más próximas al río, en el resto, el riego estaría limitado a los cultivos de invierno y a algún riego de verano si la climatología acompañaba.

Para permitir regar cosechas de verano en la mayor parte de los regadíos era necesario construir pantanos que embalsaran el agua de invierno y de tormentas de verano, que en ocasiones bajaban torrencialmente por el río causando grandes destrozos y sin poder utilizarlas para el riego.

Si observamos los regadíos existentes en esta comarca podremos tener referencias de obras romanas y moriscas, pero nos encontraremos con muchos siglos en los que no ha habido ninguna mejora sustancial. Tendremos que superar el ámbito comarcal para poder encontrar en el siglo XVIII el gran ejemplo de obra hidráulica de la Ilustración que fue el Canal Imperial de Aragón.

Después de siglos sin efectuar mejoras sustanciales en los regadíos, en la segunda mitad del siglo XIX, regantes del río Martín, fueron la vanguardia dentro de Aragón y de toda España para promover la construcción de pantanos que permitiesen almacenar el agua del invierno para poder asegurar el riego a las cosechas de verano.

Fueron propietarios de la acequia de Gaén, especialmente un grupo de hijaranos,  los que decidieron acometer la construcción de una presa en el río Escuriza, afluente del Martín (tanto que  se conoce también como pantano de Híjar, aunque esté entre los términos de Oliete, Aliaga y Estercuel) y los principales valedores de aquel proyecto que se adelantaba a la legislación de la época sobre las aguas, que suponía entonces un importante reto para la ingeniería y también como se verá para la capacidad económica de los regantes.

En la segunda mitad del siglo XIX, en unas tierras afectadas por las guerras carlistas, por la construcción de ferrocarriles que absorbían enormes partidas presupuestarias, los regantes de la Acequia de Gaén decidieron acometer la construcción del pantano en el Escuriza con sus medios. En 1980 comenzaron los trabajos y en 1983 se paralizaron las obras por falta de fondos después de haber agotado muchos pequeños propietarios su capacidad de endeudamiento, lo que les creó una situación angustiosa al tener su patrimonio hipotecado y sin obtener los beneficios que se esperaban cuando el pantano estuviese terminado.

En 1891, ocho años después de haber interrumpido las obras, se celebró una sesión en las Cortes en la que se discutió la concesión de una subvención del Estado para poder terminar la presa. Emilio Castelar describió así la situación:

“El estado de Aragón es triste. Su cielo implacable no ha llovido una gota desde 1889. ¡Oh! Están, por ende, los campos desolados. La población decrece cada día, en términos que las emigraciones, allí donde la gente ama con amor tan intenso el suelo natal, parecen antiguos éxodos. Se caen las casas por no haber habitantes; se van los habitantes azotados por todas las plagas imaginables. Caspe ha descendido de 10.000 a 5.000; en Alcañiz, me escribe un amigo que no queda la quinta parte de la población(...). Los propietarios descienden a jornaleros; los jornaleros, a mendigos (...) la usura se dilata por todas las partes; la miseria no perdona; y todo ello parece una verdadera catástrofe (...).

         Vino, aceite, trigo: no necesita más Aragón. ¿Y qué ha pasado? Ha pasado que en la vid entró la filoxera; que en el trigo entró la sequía; que en el olivo ha entrado la helada. Ya no hay olivos en Aragón (...). Parece imposible, pero en una noche, en la noche del 31 de diciembre de 1888, todos los olivos de Aragón se helaron (...). ¿Cuál es la causa de las desgracias de Aragón? La sequía. ¿Qué hay que hacer? La palabra lo trae consigo. Acudir al riego.

         La provincia de Teruel comenzó hace muchos años las obras de los pantanos de Híjar y necesita a toda costa esos pantanos”.[14]

            Finalmente se consiguió la subvención estatal y se pudo terminar el pantano que fue inaugurado en 1899.

            Samper de Calanda, que siempre ha tenido problemas para defender sus derechos ante los pueblos aguas arriba, pero, aunque no participó en la construcción del pantano en el Escuriza, que promovieron los de la acequia de Gaén, acabó beneficiándose de la obra sin tener que asumir los gastos y los riesgos de quienes la promovieron. La vida da muchas vueltas, y en este caso no es que el río Martín comenzase a fluir hacia arriba, no; pero las agotaduras de los riegos que daban en verano los de Híjar se recogían para regar en Samper, sobre todo en la acequia de Pompeya.

            Los resultados fueron espectaculares e inmediatamente después de terminar de construir el pantano en el Escuriza, comenzaron los estudios para construir otro mucho mayor, el “Cueva Foradada” en Oliete, en cuya administración tendrían parte todos los regantes del Bajo Martín.

            El ideal de Joaquín Costa se hacía realidad, presas en los ríos que embalsaran el agua de invierno y de las tormentas para poder regar los cultivos de verano. Una agricultura moderna que había de ser la base de todas las mejoras sociales. Un ideal que resumía en dos palabras rotundas en aquellos finales del siglo XIX: “Despensa y Escuela”

Ni que decir tiene que los pantanos supusieron un gran beneficio para las tierras bajas del Martín, pero sería injusto olvidar los perjuicios que causaron en aquellos lugares que se vieron embalsados por las aguas. El pantano del Escuriza pudo iniciarse por que no fue necesario expropiar tierras habitadas, ni siquiera de cultivo en los parajes que quedaron embalsados y los promotores del embalse pudieron comprar fácilmente los terrenos. El Pantano “Cueva Foradada”, aunque la presa se construyó poco más arriba de Oliete, su cola inundó la mayor parte del regadío de Alcaine. Por aquellas primeras décadas del siglo XX también se construyó en el río Guadalope un pantano mucho más grande que había de asegurar los riegos en las fértiles tierras de su cuenca, desde Castellote hasta Caspe. Ese pantano, aunque no inundó ningún pueblo, si anegó todas las tierras fértiles y supuso la despoblación del pueblo que da nombre al pantano: Santolea.

EL RÍO MARTÍN COMO OCIO ...

El río Martín también ha sido lugar de ocio sobre todo para los chicos. Quién esto escribe recuerda haberse bañado en alguno de aquellos parajes que hoy ya se han olvidado, como el Pozo Pireta y la Peña de las Brujas, eran pozos no muy grandes en extensión y poco profundos, en los que los pequeños podíamos chapotear. Había otro pozo que era más grande y profundo, era el pozo Mariel, pero en el pozo Mariel se bañaban los mayores, muchos de los cuales ya sabían nadar. Algunos hasta buceaban y en ocasiones sacaban algún barbo que habían cogido con las manos.

El río ha sido lugar de ocio de muchas generaciones hasta que se inauguraron las piscinas en 1979 de hecho, en verano, era el mejor lugar de ocio que permitía a los chicos una economía de subsistencia.

Joaquín Albaiceta, uno de los hombres-libro que me ayuda a escribir estas aproximaciones, me cuenta que en su adolescencia (no encuentro otra palabra, aunque la adolescencia entonces no era como la entendemos hoy) en los duros años de la posguerra, las tardes de los domingos iban a bañarse al río y a pescar, con lo que pescaban, barbos y magrillas[15] se hacían una merienda.

Uno tenía noticia de varias formas de pescar en un río: poniendo redes, con anzuelos con cebo, pasando el agua del río por un cañizo, pero la que me cuenta él, fácil y perfectamente adaptada a las características del río no la había oído nunca. En el paraje en el que cruza el río el camino de La Puebla, algunos veranos el caudal es muy escaso, pero nunca ha faltado el agua puesto que, por aquellas pozas, en los que se refugiaba del estío gran parte de la fauna del río, mana algo de agua. ¿Qué cómo pescaban? Muy fácil: Con una “jada”[16] desviaban el escaso caudal del río para impedir que llenase la poza en la que pretendían pescar, después con una “galleta”[17] sacaban agua de la poza hasta que los barbos y las “magrillas” estaban tan apretujados que ya podían los podían coger con las manos. En aquellas ocasiones, ¡qué bien lo pasaban en el río! y ¡qué meriendas se preparaban!

...Y OTROS USOS DEL RÍO MARTÍN.

Quién esto escribe difícilmente puede imaginar un entorno con más feliz y próspero que un grupo de chicos sanos jugando en un río limpio y manso, pero Joaquín Albaiceta, me cuenta que para entonces él ya había vivido una experiencia muy diferente. El era un pequeño, tuvo que ser en otoño de 1938, luego él tenía 8 años.

 Era otoño por que volvían del campo con el carro tirado por tres caballerías, los machos “Bayo” y “Moreno” en los tirantes y “Noble” en las varas del carro. Volvían de Val de Zafán y en algunos tramos el camino cruzaba, o coincidía, con el lecho del río, lo cual en aquel momento no era problema puesto que bajaba poca agua y no había habido señales de tormenta por la sierra que pudieran hacer temer una crecida más o menos brusca del río.

Me cuenta que cuando volvían a casa, él con su padre y otros hermanos, pararon a coger unos “canastones”[18] de “mengranas”[19] (fruto de otoño). Iba a ser poco tiempo, por lo que dejaron las caballerías enganchadas al carro en el mismo lecho del río. Estaban cogiendo las “mengranas” a cien metros o más del carro cuando algunos labradores que estaban por aquellos parajes, pero más altos sobre el río que ellos, empezaron a dar gritos haciendo aspavientos como si se hubieran vuelto locos... ¿Qué pasaba?, ¿Qué decían?...  También se oía cada vez más fuerte un ruido extraño, como... como el de una inmensa riada.

- ¡ESE CAARROOOOO!

Entendieron que gritaban cuando el padre, cojo, corría como podía para sacar a las caballerías y el carro del río que inexplicable y repentinamente se desbordaba. Cuando vieron “como una montaña de agua” que bajaba impetuosa por el río arrastrando algún árbol arrancado y todo lo que se encontraba por delante, fueron conscientes de la situación y supieron que de ninguna manera podían llegar a sacar las caballerías y el carro fuera del cauce del río. Si hubieran tenido un poco más de tiempo, quizá hubieran podido apartar al carro y las caballerías del río, o en el peor de los casos hubieran conseguido que la riada se llevara alguno, o a todos ellos; pero no tuvieron tiempo de nada. Cuando fueron conscientes de la situación sólo pudieron contemplar cómo aquella avalancha de agua llegaba hasta donde estaba el carro, lo levantaba y se lo llevaba dando tumbos el propio carro, y con él las tres caballerías que estaban enganchadas.

¿¡Qué estaba pasando! Aquello era ... ¡increíble!, ¡inexplicable! Ninguna señal de tormenta en los días anteriores que presagiara una crecida del río. Y aquella riada era mucho más grande y repentina que cualquiera que se hubiera visto por estas tierras...

Sería inexplicable, pero aquello era cierto. Durante un tramo del río aún siguieron cómo pudieron para contemplar impotentes los tumbos del carro y los esfuerzos de las caballerías para al menos poder respirar, ya que no podían salir con el carro de la impetuosa corriente de agua, ni deshacerse de los aparejos con que estaban sujetos al mismo.

La riada que se llevaba las caballerías y el carro avanzaba mucho más deprisa que ellos, y entre aquellas inmensas ondas de agua pronto los perdieron de vista, al tiempo que el rumor del agua desbordada apagaba a veces bruscamente los irregulares relinchos y protestas de las caballerías que por ir enganchadas al carro no podían salir de la corriente y se esforzaban para, al menos, poder respirar.

El padre, los hijos, y algún labrador que había por allí siguieron el curso del río por si se podía salvar algo de aquella desgracia. Cientos de metros más abajo vieron una caballería tumbada, exhausta en medio de un soto, era el macho “Bayo”, la que iba delante de las tres caballerías, que por haberse roto los tirantes con los que estaba enganchado al carro, había podido salir de la corriente y llegar hasta un lugar que creyó seguro, donde cayó agotado. Aunque cuando llegaron hasta él parecía más muerto que vivo, se estaba recuperando del agua que había tragado y de los tumbos que había dado.

Enseguida llegaron noticias de que en las proximidades del batán de Jatiel[20], había enarenado un carro con, al menos, una caballería. Allá encontraron el carro que estaba prácticamente destrozado, pero el macho “Moreno”, sujeto por los tirantes a lo que quedaba del carro, se esforzaba en mantener la cabeza alta y poder respirar. La riada seguía siendo impetuosa y si alguien trataba de acercarse hasta el macho para desengancharlo, corría riesgo de que la riada se lo llevara. Joaquín Albaiceta me cuenta que fue José, su hermano mayor, el que atado con una cuerda que sujetaban entre varios el que acercó hasta lo que quedaba del carro y desengancho al “Moreno”. El macho de varas “Noble” desapareció, la corriente lo arrancó de las varas y no se supo más de él.

Me cuentan también que unos de Samper que estaban trabajando como medieros tierras de la finca de Valimaña, vivían en la que debía ser imponente “Venta del Fraile”, en término de Castelnou. Con ellos vivía la madre, de muchos años, que por las tardes solía bajar hasta el río a tomar el sol. Nunca más se volvió a saber de ella, se supuso que también se llevó la misma riada.

Aquella riada especialmente grande, repentina, sin tormentas próximas o lejanas que la anunciaran, que se terminó de forma casi tan brusca como había empezado, fue la más rabiosa y la que más destrozos causó de cuantas se recuerdan, precisamente por no estar causada por motivos naturales. Muy pronto se supo la explicación. Los pantanos que con tanto esfuerzo se construyeron para almacenar agua de riego, fueron utilizados para provocar riadas especialmente violentas. Semejante disparate es difícil de encajar en cualquier razonamiento lógico... salvo que se trate de la lógica de la guerra, que es muy particular.

En aquel otoño de 1938, en plena guerra civil, se estaba dirimiendo la batalla del Ebro. El ejército de la República, que en julio de aquel año en una sorprendente operación militar había cruzado el Ebro, llevaba meses resistiendo todos los ataques de los rebeldes, esto significa entre otras cosas que, durante meses, el ejército republicano, fue capaz de pasar suministros al otro lado del Ebro mediante barcas y puentes provisionales. Puentes que eran destruidos durante el día por la aviación de los que se decían nacionales, y por la noche eran reconstruidos y utilizados por los republicanos.

En algún Estado Mayor habrían calculado el agua que almacenaban los pantanos del río Martín y otros afluentes del Ebro que estaban bajo su control, las riadas que se podían provocar con ellas, el tiempo en que se podrían coordinar las riadas provocadas en otros afluentes del Ebro; supongo que, para conseguir grandes variaciones en el nivel de agua del Ebro, que, si no podían impedir que los republicanos abasteciesen a su ejército, lo hiciesen lo más difícil posible.

Aquellas riadas, las más peligrosas violentas y devastadoras que se recuerdan en este río no fueron causadas por fenómenos naturales, hay que acudir a la lógica de la guerra, que es una lógica muy singular, para explicarlas. No terminaron ahí las desgracias, la posguerra coincidió con una racha de años muy secos. El agua de aquellas riadas, bien administrada, hubiera podido garantizar el riego durante dos o más temporadas; pero el río Martín, con las cicatrices causadas por las riadas aún abiertas, apenas tenía agua para regar los sotos más próximos. Tierras resecas y hambre en las gentes, ¡lo que hay que hacer para salvar una Patria!

No quiero terminar sin hacer mención a los usos industriales que se han hecho del agua: molinos y batanes de los que podemos ver restos en todos los pueblos de la comarca. Quiero mencionar además un uso de agua del que podemos ver restos en esta tierra: mover las locomotoras de vapor. En Samper de Calanda, en la partida de “Los Hortillos”, quedan los restos de un extraño artilugio, arqueología industrial de finales del siglo XIX, construido para descalcificar el agua que se tomaba de la acequia Nueva y almacenaba en una balsa (en la que también nos bañábamos hasta que se construyeron las piscinas) y aprovechando el desnivel del terreno, llegaba a la estación de HUERTA DE SAMPER tras ser descalcificada.

A modo de epílogo, quiero terminar dejando constancia de esas previsiones que auguran que el agua será una riqueza, y, por lo tanto, una fuente de conflictos en el futuro… Pienso que los auténticos problemas no son los que vienen por dónde se espera… además ¡Como si no hubiera sido fuente de conflictos en el pasado!

Hoy tenemos el reto de apreciar y valorar el agua en lo que vale, y dejar un río vivo a las siguientes generaciones. Después de tantas innovaciones en el aprovechamiento de las aguas y de tantísimos avances tecnológicos, la imagen de unos niños jugando en un río limpio, me sigue pareciendo la que mejor representa un futuro de armonía y equilibrio.

Samper de Calanda Verano de 2005.



[1] Antonio Machado en EL TREN, Campos de Castilla. Por cierto, que la clase tercera, que era la mas económica desapareció poco después de los ferrocarriles.

[2] Así se denominaba aquí la instalación de agua corriente en las casas del pueblo.

[3] Palabra que no aparece en el diccionario y que por esta tierra designa un pozo hecho en el terreno al que se conducían aguas de lluvia.

[4] En esta tierra llamamos monte a todo el término municipal que no se puede regar.  Por el contrario, lo que se puede regar es la huerta.

[5] Paraje próximo a la Ermita de Sta. Quiteria.

[6]  Los cubos, pozales en esta tierra se llaman galletas, como en Cataluña.

[7]  Pequeños surcos que se hacían en una ladera para conducir el agua de lluvia.

[8] En la gente que padeció la guerra es muy habitual esta expresión que anula cualquier referencia concreta a los años antes de...

[9] Supongo que para entonces ya se podría haber clorado el agua, pero lo cierto es que entonces la gente se jactaba de beber agua que no tuviese ningún tratamiento químico.

[10] Rociar en el habla local.

[11] La Alfarda es el impuesto que pagan los propietarios para mantener la red general de riegos. Ador es cada turno de riego. Lo que es un Azud se puede leer en cualquier diccionario.

[12]  En “La expulsión de los moriscos del Señorío de Híjar: una pérdida de valor incalculable”.  Rujiar IV, del Centro de Estudios Hijaranos-Bajo Martín.  Mª Carmen Ansón Calvo, cifra en el 71% los vasallos que perdió el Ducado de Híjar. 

[13]  Esto no es nada raro en los ordenamientos legales, el ejemplo más descarado que se me ocurre es el Código de Circulación, que no se respeta siempre, a veces pasamos semáforos en ámbar, circulamos a más velocidad de la autorizada; pero cualquiera se pude imaginar lo que ocurriría si no hubiese Código de Circulación...

[14]  Tomado de “Obras Hidráulicas en Aragón” de Carlos Blázquez y Tomás Sancho. Colección CAI 100. También aparece en “El siglo XIX en Samper de Calanda” de Alejandro Abadía que cita a Mariano Laborda en sus “Recuerdos de Híjar 1”. 

[15]  Madrillas.

[16]  Azada, según se dice por estas tierras.

[17]  Pozal, según se dice por estas tierras.

[18]  En el habla local, cestas grandes hechas de mimbres.

[19]  Así se han llamado por aquí a las granadas

[20]  Aproximadamente en el lugar en el que poco antes del año 2000 se construyó el puente de la carretera.

 

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