Cuando iba a trabajar, en turno de tarde en estos meses de calor a las cadenas de horno de la empresa donde trabajaba, después de comer y mientras esperaba el coche de empresa, me tomaba un carajillo en el bar de debajo de mi casa para ir bien armado. Sudaba, pero hasta disfrutaba trabajando y cantando jotas que nadie sufría porque con el ruido de las cadenas y las prensas de al lado nadie oía (así estoy de sordo), ahora no creo que disfrutara del calor; me deshidrato y desfallezco si estoy en una situación parecida, pero siendo pensionista y no trabajando no sé dónde está el agobio con este calor que me dicen algunos y algunas jubiladas.
Será, este amor mío
por el verano y el calor, el que nací en un horno de pan cocer. En invierno no
pasaba frio en mi casa pues había calefacción central todo el año. Aunque no
teníamos agua corriente, en pleno estación fría me bañaba en la habitación de
encima de la olla del horno, con un balde y con una galleta (cubo) de agua
previamente calentada y un vaso de aquellos de cinc o aluminio me remojaba todo
el cuerpo y me enjabonaba. Los sábados, porque tampoco se estilaba el bañarse
todos los días. La cara y el pelo sí, y curiosamente no sé porque el cuello
siempre bien lavado y no otras partes del cuerpo. Las manos las veces que
hicieran falta. Los que éramos limpios. El pelo me lo lavaba con un huevo y no
recuerdo si con un limpiador de polvo de la casa “Norit” u otro jabón no
muy recomendable hasta que salieron los champuses aquellos primerizos que iba a
comprar con pudor no me fueran a confundir con uno de la “cera de enfrente”.
El cambio climático
es cierto según dice la ciencia, aunque los negacionistas reaccionarios no se
lo creen; yo tampoco mucho, pues todavía no ha modificado tanto las
temperaturas como para decir que ahora llueve menos, que hace más calor, más
frío o el tiempo es más inestable. En esta tierra nuestra de Aragón igual que
en toda la zona continental de la Península, las sequias han sido históricas y
han traído hambrunas en otros tiempos y su derivación de epidemias y enfermedades.
Cuando trabajaba en la fábrica de Zaragoza y comenzaban a contratar (ya no
contratos fijos) a jóvenes de nueva generación, me sorprendió la poca
tolerancia que tenían al calor. Yo no la tengo al frio, que soy muy friolero,
me imagino que será porque nunca he pasado frio, siempre con calefacción en
casa que cuando iba a dormir a la de un familiar, en invierno, era terrible el
levantarse por las mañanas.
Pero también la gente
mayor, ahora, observo que no se sube a un coche si no tiene refrigeración.
Todavía no lo tengo en el mío. Si cuando éramos jóvenes hubiéramos esperado a
tener refrigeración en los coches no habríamos salido ningún verano ¿A quién le
molestaba el calor entonces? Ahora, sin embargo, nos asfixiamos. Si alguna
pareja quiere retozar en el coche por el verano y no tiene refrigeración seguro
que se irá cada uno a su casa.
Sin embargo, la gente
se va a torrarse y achicharrarse al sol, que se ponen como las gambas al
ajillo. Es una paradoja. Yo, a la nieve y la montaña en verano, y a la playa
con fresquito. Lo otro no lo veo natural, no entiendo cómo van a miles a hacer
lo contrario de lo que dicta el sentido común. El mío, porque cada cual tiene su
sentido común.
Recuerdo como cercano
ya a las fiestas de Santo Domingo, acudían a la panadería muchas mujeres a hacer
repostería y cocerlas en el horno. Entonces hacía tanto calor como ahora, más o
menos y según la añada. A las cuatro o las cinco de la tarde del mes de julio,
el sol pegaba fortísimo en la fachada de mi casa, lo que unido al calor del
horno la temperatura era elevadísima. Las parroquianas le decían a mi padre
como hacíamos para aguantar eso. Solo disponíamos de un botijo con un paño
húmedo al “sereno” (la evaporación produce frio), pues entonces no disponíamos
de nevera, pero eso solo servía para la noche. Mi padre sin embargo tenía el
remedio:
El calor y el frio es
un concepto relativo, dialectico. Pertenece a la ley del péndulo o de la
contradicción de los iguales (no existen por sí mismo, como no existe lo alto y
lo bajo, sino en relación con otro. Yo soy gordo si me comparo con un flaco,
pero si me comparo con uno más gordo que yo, soy delgado. Eso lo explico yo de
manera docta que como toda pedantería se entiende mal. Mi padre no lo explicaba
así porque no había estudiado a Hegel, ni a Marx; ni idealismo ni materialismo
dialectico como su hijo, pero lo expresaba mejor con ejemplos:
Cuando echaba la
“calienta” (quemaba leña en la hornilla) para aumentar la temperatura de la
bóveda y cocer adecuadamente las torticas, habría la hornilla y les decía: -“poneros
aquí bien cerca, dejaros calentar hasta que no podéis aguantar y luego
salir rápidamente a la puerta del establecimiento y veréis que “fresco”-. Y
era cierto; a pesar de la calima, del sol y de la altísima temperatura de la
calle, el frescor que se experimentaba era delicioso.
No sé si logró convencer a alguna parroquiana. Pero es científico.
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