La Política Agraria Común de la Unión Europea (la PAC) es sin duda uno de los instrumentos más conocidos de las políticas europeas. Con el recuerdo de la penuria de alimentos durante las guerras mundiales, en los países que fundaron la CEE allá por los años 60 del siglo pasado, se creó la PAC para proteger y ayudar a un sector estratégico y garantizar así el suministro de alimentos de procedencia europea.
Con el paso de los años, este pilar
de la política europea (y el que más presupuesto se lleva) se ha ido
modificando, convirtiéndose en un instrumento alineado con las políticas
comerciales de la UE, pero también necesitado de legitimación social, y
obligado a adaptarse a nuevas realidades como la lucha contra el cambio
climático, así como una mejor distribución de los fondos para que su
destinatario final sea el agricultor o ganadero que se “patea” el campo todos
los días, y no entidades o supraestructuras que, aprovechándose de las
plusvalías de los trabajadores del campo, se apropien de estas ayudas de una
manera espuria.
Dos retos que desgraciadamente y
por ahora, la nueva reforma de la PAC no acaba de atajar.■
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