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Parece que un macho mexicano le puso los cuernos |
Juan Manuel Aragüés
Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza
Posverdad
es una palabra que últimamente se ha puesto de moda y que se quiere hacer
encajar en esta época «pos» que nos ha tocado vivir. Pero como siempre, aunque
nos quieran decir lo contrario, el lenguaje no es inocente, está cargado de ideología.
El lenguaje se carga siempre con la ideología de una sociedad, pone encima de
la mesa, de manera taimada, las filias y fobias de una cultura. No en vano, el
lenguaje coloquial castellano expresa, por ejemplo, una cultura patriarcal
cuando hace de lo masculino (cojonudo, hombría) algo positivo y de lo femenino
algo negativo (co- ñazo, nenaza), una posición de clase, al estimar lo
referente a las clases dirigentes (noble) frente a las oprimidas (villano), o
religiosa, al acuñar expresiones despectivas referentes a religiones diferentes
a la cristiana (judiada). El lenguaje es un vehículo de expresión de hegemonía
ideológica.
Desde
ciertos sectores, se pretende presentar nuestra época como un momento de
pérdida de valores, de incertidumbres, de fluidez extrema que tiene como
consecuencia la desaparición de la verdad y la aparición de diferentes visiones
de la realidad que se reivindican como verdaderas. De ese modo, cada cual
estaría capacitado para expresar la verdad con cualquier otro, con lo que nos
sumiríamos en el más radical de los relativismos. Desde esa descripción de la
realidad, la posverdad, propia de la posmodernidad, habría venido para
erosionar la verdad, sobre la que tradicionalmente se ha asentado nuestra
cultura.
Curiosamente,
en este planteamiento de desasosiego ante la desaparición de la verdad se dan
la mano sectores conservadores con otros de índole crítica. Es lógico que el
discurso conservador, idealista, que ha hegemonizado el discurso filosófico
occidental desde Platón a la actualidad, se sienta amenazado por la crítica del
concepto de verdad. Pero no lo es que desde posiciones que se consideran
materialistas se asuman postulados semejantes. Porque, precisamente, lo que el
materialismo nos muestra es que nunca ha existido una tal verdad y que la
realidad está sometida a diferentes lecturas e interpretaciones según la
cultura, la época o la posición social del sujeto. Y que, además, es imposible
pretender leer la realidad sin esas gafas que nos proporcionan nuestros
condicionantes subjetivos, porque nadie puede hacer total abstracción de sus
elementos constituyentes. Reconocer esto no es reivindicar el relativismo,
sino, simplemente, reconocer que vemos la realidad con nuestra mirada
particular.
¿Eso
implica que todo debe ser aceptado, como postula el relativismo? En absoluto.
Pero para rechazar la ablación de clítoris, por ejemplo, no hace falta recurrir
a una presunta verdad ética, basta con adoptar una postura de rechazo de la
violencia sobre los cuerpos. Hay sociedades que legitiman ciertas violencias
sobre los cuerpos; algunas islámicas, la ablación del clítoris, Israel, la
tortura de los detenidos. Es decir, hay quienes entienden que esa violencia es
legítima (por motivos religiosos o políticos). Otros consideramos que es
síntoma de barbarie, una y otra.
Venimos
de una doble tradición. Una religiosa, en la que su dios dice que es «la Verdad
y la Vida». Otra, filosófica, la de Platón, que nos habla de la verdad, de la
justicia, del bien absolutos y abstractos. Ambas tienen mucho en común, entre
otras cosas su desprecio del mundo material y la defensa de un mundo ideal no
accesible a los sentidos, donde se aloja la verdad. Por eso sorprende que desde
posiciones progresistas se acepten postulados que escapan por completo a la
racionalidad.
No hay posverdad, pues nunca ha habido verdad. La verdad ha sido una producción ideológica construida para imponer una única manera de ver la realidad. Lo que nuestros tiempos han puesto sobre la mesa es la pluralidad del mundo en que vivimos. Y la secular lucha por imponer un modo de mirar y, con él, de pensar. Ni todo vale, como quieren decirnos ciertos, no todos, posmodernos, ni hay una verdad, como quieren hacernos creer ciertos, no todos, modernos. Lo que hay es un conflicto de miradas, de lecturas, de verdades. Entre esas miradas las hay delirantes, las hay al servicio de una minoría social, las hay racistas, que construyen su verdad de modo, lo vemos, muy efectivo. Pero frente a ellas es posible articular otras miradas que cambien las verdades egoístas, xenófobas, homófobas que en la actualidad dominan. La política es, en primer lugar, una geografía de construcción y empoderamiento de verdades.
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