Desde
que el mundo es mundo y conocemos la historia, sabemos que las epidemias y
pandemias han proliferado y, en ocasiones, han causado enormes mortandades. O
simplemente se han cebado en personas de riesgo, débiles de salud, mal
alimentadas, miserables económicamente, permisivas sexuales, etc.
Los
arqueólogos descubren grandes epidemias de épocas prehistóricas, sobre todo en
el paso del paleolítico al neolítico con la nueva adaptación y convivencia de
nuestra especie con la ganadería y con los animales domésticos de labor. Al
parecer muchos virus y bacterias de especies animales pasaron a los humanos y
debieron de ser terribles esos contagios hasta que los humanos o grupos de
humanos se inmunizaron. La Biblia y otros escritos de la antigüedad nos hablan
de contagios y epidemias terribles. El descubrimiento de América y el contacto
entre distintos grupos humanos aislados durante siglos o milenios hizo que las
mortandades fueran terribles tanto en la población aborigen americana como en
la europea.
Ahora,
con el aumento de la población y la enorme movilidad, lo que resulta raro es
que no se hayan dado más casos. Por si fuera poco, se ha puesto de moda el
tener como animales domésticos a especies animales que hasta ahora no
lo eran, sin las debidas condiciones higiénicas y de control, o desconociendo
las consecuencias que pueden ocasionar a la hora de trasmitir virus y bacterias
a nuestra especie.
El
conocimiento de estas enfermedades y la forma de acabar con ellas ha sido la
paulatina inmunidad o adaptación de los humanos a ellas, después de decenas de
años y de miles o millones de muertos. Y últimamente, gracias a la ciencia
médica, veterinaria y farmacéutica, con la elaboración de medicamentos y
vacunas, se acortaron los tiempos o se han erradicado la mayoría de las que
todavía eran agresivas. Pero esto cuesta mucho dinero en investigación y algo
que parece que no soportamos en la modernidad: tiempo. Queremos resultados
rápidos, como si la ciencia, los científicos y médicos, de la que a veces renegamos
y criticamos, fuera como el mago Merlín y dispusieran del bálsamo de Fierabrás,
la piedra filosofal y la lanza de Longinos.
Pero
cuando la ciencia no sabe algo; no lo sabe, y ya pueden ser Premios Nobeles o
científicos de prestigio, que cuando no tienen la certeza y confirmación
científica de algo, por muy listos que sean, son torpes de necesidad, al menos
en esa materia de estudio no conocida, y cuando hablan o escriben los “expertos”
lo que hacen es emitir una opinión, teoría o hipótesis, quizá racional pero
no científica. Vamos, como el filósofo aquel que decía: “solo sé que no se
nada”; porque no podía demostrar la veracidad de su filosofía, que siempre
es subjetiva.
Sin
embargo, no hay mucha humildad en la clase científica; a muchos les gusta
convertir sus hipótesis personales, teorías y opiniones en certezas
científicas. Cuando hay muchas certezas científicas diferentes sobre una
materia, y no hay, al menos, consenso en la comunidad científica sobre los
resultados investigados, sobre como apareció la pandemia en los humanos, de
donde se trasmitió ni cómo combatirla, como ocurre con el coronavirus este,
quiere decir que todavía no se sabe nada de la pandemia. Como no creo en las
teorías de la conspiración neurasténicas, pienso que nadie lo sabe. Se sabrá
si, a su debido tiempo. Ahora todos somos pedantes y “enteradillos” de segundo
o tercer orden.
Por
si fuera poco, todo está mediatizado por la política, o sea, por el sectarismo
político; si conozco la inclinación política de una persona ya sé que opinión tendrá
sobre la buena o mala gestión de la pandemia, del gobierno central o de cualquiera
de los autonómicos. Poca ciencia y mucha
superstición, incluso de los científicos, expertos y periodistas, que unidos a
los políticos sectarios y las nuevas religiones esotéricas de la New age: Solo
sé que no se nada.
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