En el 2005 Miguel Gracia Fandos escribió un artículo que mandó a un concurso de relatos, le dieron el tercer premio y se publicó en el RUJIAR (Centro de Estudios del Bajo Martín), de aquel año.
Es muy interesante, sobre la cultura del agua en el pueblo y lo iré sacando en varias entregas.
EL AGUASi te casas en Alcaine /tendrás una gran fortuna/irás a por agua al río/cargada como una mula.
Debía tener 5 ó 6 años cuando allá por
1964 quién esto escribe hizo el primer viaje que recuerda a Zaragoza. Por
entonces cuando se iba a Zaragoza, algún tema de salud había que ventilar con
médicos, algunas compras había que hacer, o las dos cosas a la vez, fuese cual
fuese el motivo era impensable un viaje a Zaragoza sin hacer una visita al
Pilar.
No recuerdo el motivo por el que se
hizo aquél viaje, que para mí era todo un acontecimiento esperado con
impaciencia desde que supe que se preparaba el mismo. Llegado el día a Zaragoza
fuimos mi madre, mi abuela y yo (también como el poeta) “sobre la madera de un vagón de tercera.”[1]
Por entonces la emigración de los
pueblos a la ciudad estaba en su apogeo. Era un criterio indiscutido que en las
ciudades se vivía mucho mejor que en los pueblos y entre otras podría ver lo
bien que se vivía en la ciudad.
Cuando bajamos del tren buscaba con
interés esas cosas que hacían que se viviera mejor en la ciudad que en el
pueblo, pero ¿dónde estaban esas ventajas?... Había muchos coches sí, pero en
el pueblo también había coches. Había mucha más gente, pero en el trajín que
llevaban bien se notaba que no estaban ociosos. Había autobuses y tranvías,
pero también las distancias eran más grandes. La gente iba mejor vestida, yo
mismo iba con una ropa que en el pueblo sólo hubiera llevado los domingos, pero
llevar mejor ropa conllevaba tener más cuidado y eso más bien era un
inconveniente... ¿Dónde estaban esas mejores condiciones de vida?... Yo miraba
a mi alrededor pero no encontraba el motivo por el que se vivía mejor en la
ciudad.
Fuimos a comer a casa de unos
parientes, allí subí por primera vez a un ascensor, me pareció un buen invento
y hubiera pasado un buen rato jugando con él, pero casualmente los niños no
podían usarlo solos. Era evidente que para los mayores aquello tampoco era un
juguete y pese al ascensor, llegar a aquellos pisos con bultos era complicado.
Tampoco eran los ascensores lo que marcaban las diferencias de calidad de vida
entre la ciudad y los pueblos.
Cuando llegamos al piso ya nos estaban
esperando y tras los saludos la mujer de la casa enseño el piso a mi madre. La
vivienda era más pequeña que otras que yo conocía en el pueblo, aunque estaba
todo más arreglado y en menos sitio había unos muebles que yo no había visto en
el pueblo. Mostrando la casa, la mujer abrió una puerta y apareció un cuarto
extraño, con azulejos y grifos que me recordaba a otro cuarto que no se
utilizaba para nada que había en la casa nueva que se habían hecho mis padres.
La mujer, que no paraba de hablar, hizo un gesto y... ¡lo entendí todo!. Ya
sabía por qué en las ciudades se vivía mucho mejor que en el pueblo, ya sabía
por qué emigraba la gente de los pueblos a la ciudad. La mujer había abierto un
grifo y había salido agua, lo había cerrado y había dejado de salir... ¡Qué maravilla!
Yo mismo pude imaginar que el depósito
del que venía el agua no estaba en aquél fino tabique, sino que a través de
tuberías llegaba el agua desde algún depósito que estaría muy lejos. Aquello
que llamaban “agua corriente” no estaba en mi pueblo pensé mientras se me
encogía el ánimo y me sentía como un pueblerino, como menos persona que los de
ciudad. (Debí vacunarme entonces puesto que nunca he vuelto a sentir esa
sensación en ninguna comparación entre lo urbano y lo rural)
En la cocina también había una
fregadera con grifos por los que salía agua además caliente si se quería,
también tenía un agujero por el que se iba el agua sucia. Después de comer,
allí mismo y en un momento se pudo fregar la vajilla. ¡Cuántas comodidades
había en la ciudad!
También nos enseño un cuarto en el que
tenía una máquina de coser y montones de ropa ya cosida o que tenía que coser y
su marido no había venido a comer porque estaba trabajando, era evidente que en
la ciudad también se trabajaba duro, pero tenían agua corriente en casa. ¡Con
razón se decía que en la ciudad se vivía mucho mejor que en los pueblos!
Más tarde cuando ya volvíamos al
pueblo, yo me esmeraba en leer los nombres de las estaciones en las que paraba
el tren, en una de esas paradas leí: “QUINTO DE EBRO”, no muy lejos de la
estación pude ver una extraña máquina que hacía un zanja, mi madre me dijo que
esas zanjas eran para poner los tubos que llevaban el agua corriente. Que por
otros pueblos del río Martín que estaban más arriba también estaban haciendo
zanjas de muchos kilómetros y que el agua corriente pronto llegaría a Samper.
No debieron dejarme muy convencido las
alegres expectativas de mi madre: que sí, insistió, que por eso hicieron un
cuarto de aseo en la casa nueva, que aunque ahora no servía para nada, cuando
llegase el agua corriente, sería como el que habíamos visto en Zaragoza.
¿Sería verdad que pronto habría agua
corriente en Samper de Calanda?. Si en el pueblo hubiese también agua
corriente, Samper de Calanda, sería el mejor lugar para vivir que uno podía
imaginar, hasta era posible que algún chico con el que había jugado antes de
que sus padres emigrasen volvieran al pueblo cuando supiesen que aquí también
había agua corriente.
Para entonces, quién esto escribe tenía una idea muy clara del trabajo que costaba proveerse de agua para beber en las casas, y sabía lo que costaba a las mujeres poder lavar la vajilla o la ropa en casas en las que no había agua corriente. Por entender lo que costaba todo lo relacionado con el agua, podía comprender lo que valía un grifo por el que pudiese salir agua con sólo el trabajo que costaba abrirlo, y poder cerrarlo con la confianza de que cuando se abriese volvería a salir agua.
El
agua ha sido siempre un factor fundamental para la vida y no solamente
en su faceta primaria de agua de boca, también para lavar y lavarse, para
abrevar el ganado y los animales de labor que hasta hace unas décadas
proporcionaban la fuerza necesaria para trabajar la tierra, y finalmente como
agua de riego que allá donde ha llegado ha permitido en estas tierras resecas
multiplicar el rendimiento de la tierra y obtener cosechas que ninguna manera
hubieran sido posibles con el agua de lluvia solamente.
La
niñez de quién esto escribe, allá por 1960, fue una época en la que se producían
grandes cambios, y con el agua me ocurrió algo muy parecido a lo que sucedió
con la llegada de la mecanización a la agricultura, que por muy poco pude
llegar a conocer dos maneras de vivir que se solaparon en aquellos años.
En
la casa que por entonces se hicieron mis padres en el Altero, como ya era
verosímil que eso de la “traída de las aguas”[2] se
hiciera realidad en pocos años, ya se había construido un cuarto de aseo como
se entiende cuando escribo esto, claro que
entonces, como no había agua corriente, era un cuarto inútil que si
acaso era utilizado como trastero. Como eso de la “traída de las aguas” seguía
siendo una quimera, también se construyó un aljibe en el que recoger el agua de
lluvia que caía en el tejado y que a través de unos canalones se conducía al
depósito de agua. Antes de que el agua entrase al aljibe pasaba por unos
filtros con piedras de tamaño cada vez más pequeño. El depósito tenía (tiene
cuando escribo ésto aunque ahora no se utilice) un grifo por el que sacar el
agua. Había que tener mucho cuidado y asegurarse siempre de que el grifo se
quedaba bien cerrado para evitar que gota a gota se perdiese el agua que tan
valiosa podía ser en caso de lluvias escasas.
El agua de boca se guardaba en una
tinaja de cerámica de considerables dimensiones, debían caber entre 100 y 150
litros, que estaba en un cuarto bajo. Después de llenar la jarra de agua había
que colocar una tapadera de madera sobre la tinaja. Cantidades más pequeñas de
agua de boca se ponían en el botijo. Había botijos de verano, que eran de
cerámica porosa que al evaporar algo de agua, mantenían más fresca el agua en
su interior. Los botijos de invierno eran de cerámica vidriada para que no se
evaporase y se enfriase más el agua.
El
agua que se recogía en el depósito se utilizaba como agua de boca, para lo que
periódicamente se rellenaba la tinaja. También se utilizaba para los animales
de corral, y para lavarse, aunque cuando escribo esto, alguno se escandalizaría
de la poca agua que se gastaba en lavarse.
Pero
eso de tener un aljibe en casa en el que se recogiera agua de los tejados ya
había supuesto un gran avance para procurarse agua en cantidades considerables
y de la mejor calidad, puesto que como el agua “del cielo”, que así llamaban
también al agua de lluvia, no hay ninguna.
CONTINUARÁ
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