viernes, 28 de julio de 2017

Comentario. El señor Rajoy comparece ante un tribunal.

          Hay una cosa que es cierta; en todos los regímenes democráticos a la oposición le encantaría que los dirigentes del gobierno, presidentes, primero o segundos ministros; directores generales, gobernadores de comunidades, alcalde o concejales dimitieran; aunque estén legitimados para gobernar por los votos conseguidos, no en una sino en varias convocatorias. Ocurre en España y ocurre en Venezuela.
          Contra más débil o más corrupta es una democracia más pide la oposición que se dimita, y menos caso le hacen los que gobiernan. Pedir la dimisión se ha convertido en España en un mantra. Ya resulta cansino y el señor Sánchez, líder del PSOE, pide la dimisión del primer ministro de Su Majestad Felipe VI de España, pero la pide como algo que hay que hacer y sabe que no se va a hacer. Es ya puro protocolo, retórica; como dice el señor Rajoy: “A veces moverse es bueno, otras veces, no; a veces es mejor estarse quieto y en otras es mejor que no; y en ocasiones es mejor estar en movimiento” (19-2-2014).
          En otros pises se dimite por las cuestiones más chicas; suelen ser las democracias más fuertes y consolidadas, o las más decentes. Es un signo de fortaleza; sin embargo, en España, dimitir se considera un signo de debilidad ante una oposición demagógica o populista.
          Voy a hacer un símil excesivamente pretencioso, pero lo voy a hacer. Soy responsable máximo de una asociación federal de pensionistas y jubilados; con sus congresos, órganos de dirección, secretarías y organizaciones subordinadas. ¿No voy a saber yo si tengo caja B o C? O soy tonto y me toman el pelo mis subordinados o soy un mentiroso compulsivo. Si el caso ascendiera a delito (la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento), me moriría de vergüenza (en caso de que la tuviera).     
          Pero la política ha llegado a un nivel en que la vergüenza y el pudor no existen, ¿porqué?, porque los partidos políticos están brindados sectariamente por sus electores. Porque en España no hay facciones políticas democráticas, hay sectas clientelares. Grupos de presión, lobbies que han sabido tejer en la ciudadanía una red de intereses gremiales y corporativos, que tienen más de casta feudal que de ciudadanía libre de país avanzado culto y democrático. Es una peculiaridad de muchas regiones del sur de Europa; sus elites son tardo medievales, no les ha llegado la modernidad cultural y política y en España mucho peor, pues aquí no hubo revolución burguesa; la impidió el franquismo cuando podía haberse dado (aunque tarde) y las consecuencias no solo afecta a la “derecha sociológica”, también le afecta a la izquierda que, al fin y al cabo, emerge de la misma sociedad y tiene la misma idiosincrasia; pícara y permisiva con la corrupción de los mios (no con de los otros).
          Vivimos una convulsión o contradicción dialéctica entre la modernidad en la que no terminamos de entrar, pero estamos, y la fuerte reminiscencia de la Contrarreforma de Trento. Hemos avanzado en muchas cosas, pues nuestra sociedad afortunadamente tiene poco que ver con la época de nuestro abuelos o bisabuelos. Pero en algunas, estamos en los tiempos de Joaquín Costa. Una débil democracia donde lo que gobierna en España es el turnismo de la oligarquía y los caciques. El parlamento no ejerce como tal y el Poder Judicial no es independiente.
        

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