Xabel Vegas es un amigo mío
asturiano que vive a caballo entre Madrid y su Gijón natal. La pandemia y el
confinamiento le pilló en la Capital del Reino y escribe su experiencia en su
blog personal.
Hace apenas unos días llegué a
Xixón. Los últimos cuatro meses han pesado como cuatro años y resultó imposible
contener las lágrimas al cruzar el túnel del Negrón, al bajarse del Alsa y
sentir el olor a salitre y sobre todo al ver a mi madre tras más de cien días
comunicándome con ella a través de la pantalla del teléfono móvil.
He pasado el estado de alarma
en Madrid, el epicentro de la tragedia, solo y confinado en un piso interior de
30 metros cuadrados. Pero he sido un auténtico privilegiado. Dispongo de aire
acondicionado con el que refrescarme en las tardes de canícula madrileña,
televisión por cable que me ha mantenido entretenido con películas y series de
todo tipo y una conexión de internet de banda ancha que me ha permitido
comunicarme con mi pareja, con mi familia y con mis amigos a través de
videollamadas. Desgraciadamente en mi barrio mucha gente no tiene todos esos
privilegios. Muchos tienen que vivir hacinados en pisos minúsculos sin las
mínimas condiciones de habitabilidad, de higiene y de intimidad. Han visto
desaparecer sus ingresos, producto del subempleo, y no han podido disponer de
ERTES que amortigüen su situación. Su realidad económica no solo no les ha
permitido tener una alimentación adecuada, sino que ni siquiera han tenido la
oportunidad de adquirir mascarillas o gel hidroalcohólico, incluso con precios
limitados gubernamentalmente. Su confinamiento ha sido doble: el miedo a ser
identificados por la policía y a que se les abriera expediente de expulsión les
ha llevado a recluirse en una suerte de prisión domiciliaria en la que cada
salida al supermercado ponía en riesgo su proyecto vital. Nuestros vecinos han
pasado un confinamiento mucho peor que el nuestro, el de nuestros hijos y el de
nuestros perros. Y sin acceso a Twitter o Facebook, espacios que nosotros hemos
utilizado para dejar claro al mundo nuestras más sonoras e hiperbólicas quejas,
muchas veces banales y producto de una manera aburguesada, insolidaria y
escasamente empática de estar en el mundo.
En una situación tan
extraordinaria y dramática como la que hemos vivido, hemos superado en no pocas
ocasiones el umbral de la crítica razonada y razonable para sumergirnos en un
mar de malestares y quejas triviales, en la que vivimos como intolerable que
nos quiten los palillos y las servilletas de las barras de los bares o que el
repartidor de Amazon nos deje los paquetes en el portal y no suba a
entregárnoslo a la puerta de nuestro domicilio.
En ese contexto moral y
político, del que ninguno somos inocentes, regresé hace unos días a Xixón. Y lo
que ya había detectado a través de numerosas llamadas telefónicas a amigos y
familiares durante los últimos tres meses, se confirmó: la percepción subjetiva
de la realidad que hemos vivido ha sido diametralmente opuesta en Madrid y en
Asturies. La explicación es sencilla: al norte del Negrón el impacto de la pandemia
ha sido relativamente leve y la sensación de gravedad no ha calado de la misma
manera que en Madrid, que a finales de marzo y principios de abril se convirtió
en el escenario de una película de terror.
Si acaso, la ausencia de
gravedad subjetiva hace más elogioso el compromiso de la mayoría de los
ciudadanos de Xixón, que por lo que he podido comprobar respetan de forma
razonable las medidas elementales de seguridad: el uso de mascarillas y la
distancia interpersonal. Pero corremos el riesgo de que el tiempo y la ausencia
de rebrotes en Asturies nos lleven a rebajar la tensión y a descuidar las
precauciones. Al fin y al cabo, si aquí no hemos tenido un gran impacto de la
pandemia ha sido precisamente porque se han tomado medidas muy drásticas que
han impedido una transmisión comunitaria a gran escala cuando todavía estábamos
a tiempo. Pero ahora la responsabilidad ya no es solo de las administraciones
públicas. Es también, y sobre todo, una responsabilidad individual de cada
ciudadano.
En este escenario, he vivido
en los últimos días situaciones sin mayor importancia pero ilustrativas de esa
dislocación de la sensación de gravedad que existe entre Madrid y Asturies.
Todos los encuentros que he tenido con amigos en los últimos días han tenido
una misma situación inicial: al negarme a besarles o abrazarles y ofrecerles un
choque de codos, han esbozado una sonrisa y he escuchado comentarios jocosos
acerca de mi exceso de prudencia, casi como si me hubiera vuelto una especie de
paranoico o como si mi gesto fuese una suerte de miedo irracional y
extralimitado, y no un acto de solidaridad y de cariño hacia ellos.
En los últimos cuatro meses en
Madrid yo he pasado miedo, lo reconozco. Mucho miedo. Pero no era miedo a
contagiarme sino a contagiar a otros. Miedo a que un solo descuido mío hiciese
enfermar a mis vecinos octogenarios, a los que les traía la compra cada semana.
Miedo a que un descuido de otros hiciese enfermar a mi madre o a mis seres
queridos.
En una situación como la que
hemos vivido, lo razonable era -y probablemente sigue siendo- sentir miedo.
Aunque a veces se utilice la noción de miedo como sinónimo de irracionalidad o
de paranoia, no siempre es así. Existe, es cierto, un miedo irreflexivo que nos
lleva a sobreactuar. Pero también existe un miedo sensato, incluso virtuoso,
que nos empuja a estar alerta y a mantener las medidas de prudencia necesarias
ante un peligro real. Si la antítesis del miedo irracional es la sensatez, el
opuesto del miedo virtuoso es la temeridad. En este caso, además, se trata de
una temeridad que no solo nos pone en peligro a nosotros mismos sino también, y
sobre todo, a los demás. Las medidas preventivas individuales, en contra de lo
que piensan tanto quienes sobreactúan como aquellos que minimizan el riesgo, no
son medidas de autoprotección sino ejercicios de solidaridad con los otros. Ni
unos ni otros se han dado por aludidos, por más que las autoridades sanitarias
lo hayan repetido hasta la saciedad: llevamos mascarillas para proteger a los
demás, no para protegernos a nosotros mismos.
Lo que está sucediendo tanto
en otras provincias españolas como en otros países debería servirnos de ejemplo
en un lugar como Asturies en el que por fortuna estamos, a día de hoy, libres
de COVID 19: cuando asumimos un riesgo que podemos evitar, por pequeño que nos
parezca, estamos también obligando a toda la sociedad a asumirlo. Riesgo de
contagios, riesgo de rebrotes, riesgo de nuevo confinamiento y riesgo de
muerte. Y asumir tal riesgo -y besar a una persona que viene de una zona con mayor
incidencia del virus lo es- es un ejercicio de temeridad insolidaria,
particularmente con algunos de los sectores más desprotegidos de nuestra
sociedad. Y también es un ejercicio de falta de humildad: mi criterio sobre las
medidas de precaución; por más absurdas, excesivas y desatinadas que me
parezcan, no está por encima del criterio de las autoridades sanitarias.
Incluso aunque todos nos creamos ya sabedores de qué medidas hay que tomar para
impedir el contagio en una pandemia.
Con todo, es cierto que la
franja de lo razonable, que separa las actitudes temerarias e insolidarias de
una sobreactuación que puede ser igualmente insolidaria, no siempre es nítida.
Y es fácil pasarse tanto por exceso como por defecto. Del mismo modo que en
Asturies he detectado actitudes quizás excesivamente relajadas, en Madrid
también he visto exactamente lo contrario. Algunas de mis amistades allí han
decidido pagarse una prueba de COVID 19 en una clínica privada antes de viajar
a sus zonas de origen. Por un lado me parece una actitud escasamente solidaria,
utilizando un recurso sanitario limitado sin ningún criterio clínico que lo
justifique. Además viste de precaución lo que es exactamente lo contrario: me
hago una prueba para quedarme tranquilo cuando voy a ver a mis familiares pero
no tengo ningún inconveniente en quedar para tomar cañas con mis amigos cuando
estoy en Madrid. Y por último es absolutamente ineficaz: la prueba -en este
caso de anticuerpos- ni tiene una fiabilidad absoluta ni garantiza que no
podamos contagiarnos después de hacérnosla. Y lo que es aún más grave: el
resultado de la prueba nos puede dar una sensación de falsa seguridad que nos
lleve a relajar las medidas de precaución más elementales. Como me dijo una
amiga hace poco: “gracias a que me he hecho la prueba y he dado negativo, he
podido abrazar y besar a mi madre”. Lo curioso de todo esto es que quien actúa
de ese modo cree estar haciendo lo correcto, incluso aunque en algún caso no
haya sido lo suficientemente vigilante en el cumplimiento de su confinamiento
justo cuando en Madrid se producían cientos de muertes diarias. Pero lo
correcto es atender a lo que dicen las autoridades sanitarias, que han
desaconsejado vehementemente ese tipo de pruebas privadas realizadas sin más
criterios clínicos que la propia tranquilidad.
Nos toca vivir tiempos
extraños, en los que nuestra cotidianidad ha sido trastocada y la
responsabilidad individual se ha puesto en primer plano. Hoy, más que nunca, la
conciencia de comunidad y la solidaridad (particularmente la solidaridad
intergeneracional) son una obligación moral. Pero la sensación de que lo peor
ya ha pasado nos puede conducir a desatender el cuidado de los demás, que hoy
pasa por poner todo de nuestra parte para impedir nuevos contagios. Y a veces
no besar a la gente a la que quieres puede ser el mayor gesto de amor que
existe.
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