jueves, 10 de septiembre de 2015

El viaje del papa a Sudamérica y su discurso me ha dejado confuso; ha dejado a la izquierda europea a la altura del barro y a la derecha me imagino que torcida.

          Todos los mensajes que trasmite desde su elección en marzo del 2013, en sus viajes por distintos países del mundo, a las poblaciones que visita los anima a reivindicar y pelear por su soberanía. 

          En el viaje a Bolivia, Ecuador y Paraguay, las personas que acompañaron al Papa Francisco no fueron clérigos ensotanados ni personalidades encorbatadas, sino enfermos terminales, comunidades indígenas, lideres obreros y campesinos, personas mayores, presos a quienes visitó en la cárcel de Palmasola, la más peligrosa de Bolivia; activistas de los movimientos populares de todo el mundo, reunidos en el segundo encuentro, a quienes calificó “sembradores del cambio”. Fue ahí donde pronunció el discurso más crítico de su pontificado, contra el capitalismo, el colonialismo y el expolio de la tierra.
          El gesto más provocativo que el Papa acogió con naturalidad fue, el regalo que le hizo Evo Morales de un cristo crucificado en una hoz y un martillo, reproducción del crucifijo tallado por el jesuita español, Luis Espinal Camps, asesinado por los paramilitares en marzo de 1980 por su compromiso por las luchas populares en Bolivia. Era un regalo en plena sintonía con el proyecto del gobierno de Evo Morales que llamaba al Papa “hermano Papa Francisco” y al que este respondía con igual familiaridad, lo que confirma que los lideres bolivarianos y chavistas, más que ateos marxistas son cristianos cercanos a la teología radical de la izquierda cristiana sudamericana.
          Sus discursos no fueron estrictamente religiosos, son abiertamente políticos. Discursos que no acostumbramos a oír a líderes políticos nacionales o internacionales, ni siquiera a los que se consideran de izquierdas y menos aún a los eclesiásticos, a quienes recordó que su misión no es instalarse cómodamente en el sistema, sino “que nuestra fe es siempre revolucionaria, ese es nuestro más profundo y constante grito”. Criticó “la dictadura del dinero” a la que llamó “estiércol (femera) del diablo” denunció el sistema económico actual que “no solo degrada a las personas y a los pueblos, sino que los mata”.
          Visibilizó las graves situaciones de injusticia provocadas por un sistema que impone la ganancia como objetivo único. “Este sistema ya no se aguanta –dijo-, no lo aguantan los campesinos, los trabajadores, las comunidades, los pueblos y tampoco la Madre tierra”. Defendió un cambio de sistema, “un cambio real de estructuras cuyos sujetos no son los poderosos, sino ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres, los excluidos en cuyas manos está en gran medida el futuro de la humanidad”. Y clamó:
“Ninguna familia sin vivienda, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún joven sin posibilidades”.
          Un discurso que suena raro, por lo menos en boca de la máxima autoridad de la Iglesia Católica, que está mandatado por el Espíritu Santo y que tiene una feligresía tan conservadora en algunas sitios como aquí en España.

          Le falto denunciar la corrupción, pero no estaba en Italia ni en España y a lo mejor allí no era procedente. 

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