Todos los mensajes que trasmite desde su
elección en marzo del 2013, en sus viajes por distintos países del mundo, a las
poblaciones que visita los anima a reivindicar y pelear por su soberanía.
En el
viaje a Bolivia, Ecuador y Paraguay, las personas que acompañaron al Papa
Francisco no fueron clérigos ensotanados ni personalidades encorbatadas, sino
enfermos terminales, comunidades indígenas, lideres obreros y campesinos,
personas mayores, presos a quienes visitó en la cárcel de Palmasola, la más
peligrosa de Bolivia; activistas de los movimientos populares de todo el mundo,
reunidos en el segundo encuentro, a quienes calificó “sembradores del cambio”. Fue ahí donde pronunció el discurso más
crítico de su pontificado, contra el capitalismo, el colonialismo y el expolio
de la tierra.
El gesto más provocativo que el Papa acogió con
naturalidad fue, el regalo que le hizo Evo Morales de un cristo crucificado en
una hoz y un martillo, reproducción del crucifijo tallado por el jesuita
español, Luis Espinal Camps,
asesinado por los paramilitares en marzo de 1980 por su compromiso por las
luchas populares en Bolivia. Era un regalo en plena sintonía con el proyecto
del gobierno de Evo Morales que llamaba al Papa “hermano Papa Francisco” y al que este respondía con igual
familiaridad, lo que confirma que los lideres bolivarianos y chavistas, más que
ateos marxistas son cristianos cercanos a la teología radical de la izquierda
cristiana sudamericana.
Sus discursos no fueron estrictamente religiosos,
son abiertamente políticos. Discursos que no acostumbramos a oír a líderes
políticos nacionales o internacionales, ni siquiera a los que se consideran de
izquierdas y menos aún a los eclesiásticos, a quienes recordó que su misión no
es instalarse cómodamente en el sistema, sino “que nuestra fe es siempre revolucionaria, ese es nuestro más profundo y constante grito”. Criticó “la dictadura del dinero” a la que llamó
“estiércol (femera) del diablo” denunció el sistema
económico actual que “no solo degrada a
las personas y a los pueblos, sino que los mata”.
Visibilizó las graves situaciones de injusticia
provocadas por un sistema que impone la ganancia como objetivo único. “Este sistema ya no se aguanta –dijo-, no lo aguantan los campesinos, los
trabajadores, las comunidades, los pueblos y tampoco la Madre
tierra”. Defendió un cambio de sistema, “un
cambio real de estructuras cuyos
sujetos no son los poderosos, sino ustedes, los más humildes, los explotados,
los pobres, los excluidos en cuyas manos está en gran medida el futuro de la
humanidad”. Y clamó:
“Ninguna familia sin vivienda, ningún
trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin
dignidad, ningún joven sin posibilidades”.
Un discurso que suena raro, por lo menos en
boca de la máxima autoridad de la
Iglesia Católica, que está mandatado por el Espíritu Santo y
que tiene una feligresía tan conservadora en algunas sitios como aquí en España.
Le falto denunciar la corrupción, pero no
estaba en Italia ni en España y a lo mejor allí no era procedente.
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