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El COVID forma parte ya de las enfermedades respiratorias que tienen picos estacionales año tras año, y para las que hay respuesta en forma de vacuna: COVID y gripe ya han quedado emparejadas en el calendario vacunal y en la definición de cuáles son los colectivos prioritarios a la hora de inmunizarse.
Las sucesivas
mutaciones han incremento la capacidad de contagio, pero no la virulencia de la
infección y los efectos de las sucesivas vacunaciones han normalizado su
presencia entre nosotros. Normalización que no debe llevar a la distracción:
tanto el COVID como gripe son y serán enfermedades que año tras año tendrán
dimensiones epidémicas y efectos letales en los grupos de población más vulnerables
en su salud y su sistema inmunológico.
En estos cinco años,
no obstante, hay algo que no ha cambiado para miles de personas que se
infectaron en la primera ola de la pandemia, cuando su sistema inmune aún no
había sido preparado por las sucesivas vacunaciones. Entre el 10% y el 20% de
la población (y esto significaría cerca de dos millones en el conjunto de la
población española) mantenía síntomas de COVID que perduraban 12 semanas
después de que se manifestase la enfermedad. Una parte de ellos, muy difícil de
calcular, sigue sufriendo de COVID persistente. Una condición, que puede haber
sido realimentada por las sucesivas reinfecciones (motivo de más para recordar
la conveniencia de las revacunaciones) que agrupa hasta 200 síntomas
diferentes. Los pacientes que sufren las consecuencias de un COVID persistente
pueden manifestar desde síntomas claramente vinculados a la afección
respiratoria que sufrieron a problemas de concentración o cansancio que podrían
ser atribuidos, y a menudo lo son por los propios enfermos o los profesionales
sanitarios que los atienden, a causas muy distintas. El COVID persistente,
pues, se suma a la nebulosa de males que, careciendo de un diagnóstico clínico
claro, reciben a menudo una atención tardía, si es que esta llega. Además, ante
la falta de identificación de unos factores evidentes que la causa, solo tiene
un posible tratamiento sintomático. Eso sucedió durante años con enfermedades
como la fibromialgia o la fatiga crónica. Y como con ellas, ha de insistirse en
el reconocimiento de su existencia, algo sin lo que es imposible siquiera
plantearse la detección de los casos existentes y su tratamiento, y en la
necesidad de seguir investigando sobre cuáles son las causas específicas.
Este problema,
relativamente extendido, nada tiene que ver con la administración de las
vacunas.
El irracional
movimiento antivacunas busca argumentos en la existencia del COVID persistente
atribuyéndolo no a la infección sino a la vacunación, tampoco puede aferrarse a
estos casos, minoritarios entre el vasto colectivo de vacunados.
Poner este problema
en su proporción real no puede significar en ningún caso minusvalorar lo que
implica para los afectados que siguen requiriendo de atención y no están
tenidos en cuenta por la sanidad pública.
Para comer langostinos o tocar el tambor no hay COVID persistente
ResponderEliminarMe imagino que quien lo padezca no tendrá muchas ganas de tocar el tambor, aún que quien sabe, como es una tradición piadosa... Lo de comer langostinos... ya se necesita menos esfuerzo y no creo que sea incompatible con su consumo. De todas maneras, no conozco a nadie de Samper que tenga COVD persistente. Asi que no puedo opinar.
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