En el día de ayer me sentí representado por la política de
este país, pero no por lo que se decía en el auditorio del Congreso de los
diputados, si no por que Rajoy desapareció durante unas horas y estaba en el
bar de la esquina tomándose, seguramente, unas cervezas mientras transcurría la
sesión. Una sesión en la que el creía que su presencia ya no era decisiva. Eso
es tener flema británica (que solo puede tenerla un gallego) y tomarse las
cosas con entereza de ánimo, unas cañas con olivas y celebrándolo en la taberna
(eso es muy español en general).
Tengo alguna experiencia de reuniones; aso sí, reuniones de
mucha menor transcendencia que la de las Cortes de la Nación; como comunidad de
vecinos, asamblea de trabajadores o juntas vecinales o sindicales. El otro día,
sin ir más lejos, íbamos a celebrar una reunión del consejo de mi federación de
pensionistas que lo componen cincuenta personas; media hora más tarde de la
señalada para el comienzo de la reunión no la podíamos realizar, pues no había cuórum;
así que algunos bajamos al bar del sindicato o por otros de las inmediaciones
de este, para recoger algunos compañeros y compañeras que no había forma de
despegarlos de la barra para que acudieran a la reunión.
No me imagino yo en la aburrida Europa que el presidente
del gobierno a punto de dejar de serlo por una moción de censura, abandone la
sesión durante horas, no para ir al baño o llamar a sus parientes o a la prensa
cansina, sino a tapear con amigos o camaradas, y aparecer al final a saludar
efusivamente al que le había quitado el puesto (por no haber estado donde tenía
que estar, digo yo). Luego cuando acabó todo, sus señorías (los que habían
aguantado la sesión por obligación), salían corriendo como “alma que lleva el
diablo”. Me parece a mi que iban a tomarse un vermut; unos a celebrarlo contentos, otros
a pasar el mal trago. Pero a celebrarlo al bar, todos.
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