La casa del Cura Viejo |
Cuando era niño o
adolescente, década de 1950-70, en los pueblos todavía se conservaba la
tradición de tener los animales en casa. En Samper al contrario de otros
pueblos, que tenían los corrales a las afueras, cada casa tenía su cuadra con
establo o pesebre, sus “casetas de tocino”, su gallinero y, a veces, conejares
y cabra. Muchas casas humildes tenían cabra que proporcionaban leche y un
cabrito para incluirlo en el mondongo de los chorizos.
Las cabras las pastoreaba un
pastor contratado en una corrala que llamábamos, si no recuerdo mal,
alparcería. Todas las mañanas se llevaban la cabra a la alparcería y por la
tarde regresaban solas a casa sin equivocarse como si tuvieran inteligencia.
Lo más importante, sin
embargo, eran los tocinos, que es como en Samper llamábamos a los cerdos, puercos
o marranos; no había casa en los que no se sacrificara uno. Para el invierno y
después de unos meses de cebo, la matacía o matanza del tocino.
Recuerdo de muy pequeño que
los cerdos eran como más estirados; luego apareció un cerdo más redondo que
además se sacrificaba con menos meses; tenía menos grasa, pues la grasa empezó
a no utilizarse. Incluso en jamón la gente tiraba la poca grasa que tenía; solo
se comía el magro que parecía de
plástico. Eran las nuevas modas anti grasa,
como ocurrió con el aceite de oliva; ahora se aprecia la grasa en el jamón y la
calidad de los cerdos ha ganado con las razas blancas mejoradas y el aprecio por
los curados realmente al aire de la sierra o de bodega.
Cazoletas |
Las mantecas se fundían una
vez troceada y con su grasa se hacían mantecados; con la carne frita que salía
de la fundición (chichorras), se hacían las tortas de chichorras, que consistía
en mezclarlas con masa de pan fresca, azúcar y harina; con una rasera se iba
cortando y mezclando todos los
ingredientes. Contra más harina se les ponía más
pretas eran, así que antiguamente se
solían hacer muy pretas para que, con
más harina, cundieran más, pero con el tiempo apenas se le ponía la harina
imprescindible para que no se pegaran a la
tabla (mesa) de adelgazar (heñir). Eran muy apetecibles.
El terrible gancho |
En los últimos años de la
matacía, como el blanco del cerdo ya no se comía, se hacía lo mismo que con las
mantecas; se le supo sacar rendimiento a la grasa. Así en estos años en los
hornos, aumentó espectacularmente la gente que acudía a elaborar los mantecados
y unas pastas más suaves que antes se hacían con aceite y ahora se hacían
también con grasa de cerdo o con mezcla de los dos.
Recuerdo que en Samper había
unos cuantos matarifes, que llamábamos matachines,
como" los Sabinas", "los Francos" y seguramente me dejo algunos otros; pero yo a
quien más recuerdo, por ser de la familia, eran a mi tío Joaquín “el Seguro” y
mi primo Manuel “el Punciano”. En mi casa matábamos dos tocinos y siempre los
dejaban para los últimos de la mañana, de esa manera se quedaban ya a la fiesta
del día. Porque el día que se mataba el gorrino era un día de fiesta de la
familia a la que se invitaba a participar a familiares y amigos y, a veces, a
vecinos. Bueno, con frecuencia estos invitados o invitadas ayudaban en las
tareas de la matanza, despiece, mondongo, salado, etc., aunque el mondongo era
tarea sobre todo de las mujeres.
El día empezaba con la
puesta a calentar el agua en unas calderas que parecían de Pedro botero, actividad que solía hacerla los abuelos de la casa.
En mi familia recuerdo al “tio Guanino”, que era un pariente de la misma y
vecino; a mí tio Manuel “el Punciano” padre del anterior y hermano mayor de mi
madre, una familia de ocho hermanos y hermanas, que había sido también carnicero,
pastor y matachín, o al tio “Piretín”, amigo también de la familia. Para los
pequeños era un día de fiesta, aunque lo que me costó mucho asimilar era la
muerte trágica del tocino, asaltado a gancho y degollado; con el tiempo me
acostumbré o embrutecí con esta práctica, pero recuerdo sobre todo a las
mujeres que pasaban de esta atroz ceremonia. Hoy se sacrifica de modo más
civilizado pero entonces no había otra, aunque a los “animalistas”, es decir
los que creen que los animales tienen conciencia y son vegetarianos, sigue sin
gustarles esto de la matacía.
Hace unos años me enteré de
que en una pequeña aldea de la sierra, los vecinos, casi todos ya en la ciudad,
recreaban esta costumbre (con gancho y degüello incluido), me llegué allí a
presenciar ese acontecimiento. Recuerdo que aparecieron unos jóvenes con
octavillas llamando asesinos a los lugareños, como me quedé en el acto de pelar
y descuartizar al animalico cuando se fueron los otros (a escape), y no me
conocían los del lugar, me insultaron creyendo que era de los anti matarifes;
me fui porque no atendieron a razones y allí no pintaba nada.
Hoy se recrea en Samper, en
la “Casa del Cura Viejo” y por lo que se dice se puede participar por un módico
precio, este año no he podido, pero si se repite intentaré participar.
En nuestro pueblo el pelado del tocino se hacía vertiendo agua hirviendo sobre la piel y rascando un unas cazoletas; en otros se socarraba el pelo con aliagas y, ultimamente, con un soplillo a fuego de butano. Se dejaba una víscera para que la analizara el veterinario, que entonces había en todos los pueblos, para descartar la triquinelosis y a los crios, el matachín, nos daba la vojiga para que, con un Canuto de caña, nos hiciéramos una especie de globo o pelota para jugar. Mi primo Punciano, el matachín, me hacia rabiar diciéndome que se había equivocado y había roto la vojiga, que siempre resultaba mentira pues era certero y cumplidor en su cometido; jamás bebía hasta que no terminaba todo su trabajo del día. Luego lo celebraba.
El mondongo, si no recuerdo
mal, consistía en las pellas, que se
hacían con la sangre y pan rallado, para lo cual existían unos enormes rallos
en los que, días antes, se habían rallados uno panes secos que se habían dejado
para la ocasión. Mi padre, panadero, compró un rallador automático de segunda
mano que se añadía a la máquina de masar con una polea y rallábamos el pan seco
que nos quedaba sin vender. Creo que en otras panaderías hicieron lo mismo y de
esta manera casi todo el mundo dejó de rallar el pan en su casa que era una
tarea fácil pero aburrida o cansina, además no compensaba ya económicamente.
Luego venían las morcillas,
que eran, recuerdo, de dos tipos, las de cebolla, hoy casi desaparecidas y las
de arroz, o arroz con cebolla. En una feria de productos aragoneses, unas
entendidas de un estand que por allí
había me dijeron que la de cebolla solo, eran las auténticas tradicionales de
Aragón; yo todavía las encontraba en el mercado de Zaragoza cuando vine a esta
ciudad hace años. Creo que aún se elaboran en alguna carnecería de la comarca.
Luego los chorizos, que en
la época que digo se añadían unos polvos que luego fueron prohibidos por ser
nefastos para la salud. Ignoro las consecuencias que tendrían pero fueron muy
utilizados durante una época en toda España.
Y las longanizas, que en
Samper eran las que llamamos naturales, es decir de sal y vinagre; que todavía
se elaboran en la comarca pero con riesgo de desaparecer, ya que la que se
consume y aprecia, parece que más actualmente, es la convencional de Zaragoza y
de todo Aragón.
Estaba luego la butifarra,
aprovechando las ternillas, cabeza…, y luego, unos días después, a freír la
costilla, el lomo y la longaniza para ponerlas en adobo con aceite, que había
en todas las casas por muy pobres que fueran. Eso y el vino, el pan, las
judías, las gallinas y el tocino, no podía faltar sin estar por debajo del umbral
de la pobreza, como se dice ahora, que los había, desgraciadamente.
Cuando se hacían las pellas,
a los pequeños de la casa nos repartían unas cuantas de ellas en varias cacerolas
u ollas para repartir a los vecinos que no estaban en el envite, íbamos contentos
al menester porque por ello nos daban una pequeña propina o algunos chuches.En mi casa con dos tocinos estábamos aviados aunque los perniles los vendiámos para comprar los tocinicos jóvenes a alguna familia que tenía camada con lechona o los que venian de fuera con camiones a vender tocino. Con las manos (paletillas) teníamos suficiente.
Recuerdo que todos los años asistía
al sacrificio, comida y cena de 6 o 7 casas de familiares cercanos o amigos de
la familia y a otros tantos aunque solo fuera a celebrar un aperitivo. Para mí
era toda una fiesta que esperaba con agrado que llegara el tiempo de la matanza.
La comida solía ser ligera y participaban familiares y vecinos; podía ser unas
asaduras o frituras del cerdo, a veces con judías, que yo recuerde, pintas,
aunque seguramente serían de otras variedades. Ya más restringidas eran las
cenas que celebraban la familia y amigos muy apegados. Recuerdo unas
especialmente de unos allegados, abuelos de Joaquín el del Porche, que dejaba
para ese acontecimiento, como postre, unos orejones con vino que eran una
delicia; lo recuerdo como algo especial. O el vino claro de huerta, del suegro
de mi hermano, Joaquín “el Cincos”; un vino supuestamente de poco valor pero
que era como de aguja o también me recuerda al chacolí. La verdad es que estos
postes o complementos los recuerdo con más intensidad que la comida en sí.
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