Me gusta el verano, me encanta este
tiempo tórrido. Cuando iba a trabajar, en turno de tarde en este mes de julio,
en las cadenas de horno de la empresa donde trabajaba, después de comer y
mientras esperaba el coche de empresa, me tomaba un carajillo en el bar de
debajo de mi casa para ir bien armado. Sudaba pero hasta disfrutaba trabajando
y cantando jotas que nadie sufría porque con el ruido de las cadenas y las
prensas de al lado nadie oía (así estoy de sordo), ahora no creo que disfrutara
del calor; me deshidrato y desfallezco si estoy en una situación parecida, pero
siendo pensionista y no trabajando no sé dónde está el agobio con el calor que
me dicen algunos y algunas jubiladas.
He mirado muchas estadísticas sobre cual ha sido el berano más caluroso en España y no se ponen de acuerdo, unas dicen que 2020, otras que 2013, otras dan otra fecha; teniendo en cuenta que datos fiables los hay desde hace pocas décadas. La que más coinciden (aunque a nivel global) es la del año 2003. todavía no ha llegado la "catatumbe" del cambio climático, que vendrá, porque lo peor está siempre por venir.
Será, este amor mío por el verano y el calor, el que nací en
un horno (de pan cocer). En invierno no pasaba frio en mi casa pues había
calefacción central todo el año. Aunque no teníamos agua corriente, en pleno
estación fría me bañaba en la habitación de encima de la olla del horno, con un
balde y con una galleta (cubo) de agua previamente calentada y un vaso de
aquellos de cinc o aluminio me remojaba todo el cuerpo y me enjabonaba. Los
sábados; porque tampoco se estilaba el bañarse todos los días. La cara y el
pelo sí, y curiosamente no sé porque el cuello siempre bien lavado y no otras
partes del cuerpo. Las manos las veces que hicieran falta. Los que éramos
limpios. El pelo me lo lavaba con un huevo y no recuerdo si con bicarbonato,
luego con algún jabón no muy recomendable hasta que salieron los champuses
aquellos primerizos que iba a comprar con pudor no me fueran a confundir con
uno de la “cera de enfrente”.
El cambio climático es cierto, pero todavía no ha modificado
tanto las temperaturas como para decir que ahora no llueve, que hace más calor,
más frío o el tiempo es más inestable. En esta tierra nuestra de Aragón igual
que en toda la zona continental de la Península, las sequias han sido
históricas y han traído hambrunas en otros tiempos y su derivación de epidemias
y enfermedades. Cuando trabajaba en la fábrica y comenzaban a contratar (ya no
contratos fijos) a jóvenes de nueva generación me sorprendió la poca tolerancia
que tenían al calor. Yo no la tengo al frio, que soy muy friolero, y me imagino
que será que nunca he pasado frío, siempre con calefacción en casa que cuando
iba a dormir a la de un familiar, en invierno, era terrible el levantarse por
las mañanas.
Pero también la gente mayor, ahora, observo que no se sube a
un coche si no tiene refrigeración. Todavía no lo tengo en el mío. Si cuando
éramos jóvenes hubiéramos esperado a tener refrigeración en los coches no
habríamos salido ningún verano ¿A quién le molestaba el calor entonces? Ahora,
sin embargo, nos asfixiamos.
Sin embargo, la gente se va a torrarse y achicharrarse al
sol, que se ponen como las gambas al ajillo. Es una paradoja. Yo, a la montaña en verano, y a la playa con fresquito. Lo otro no lo veo natural, no
entiendo cómo van a miles a hacer lo contrario de lo que dicta el sentido
común. El mío, porque cada cual tiene el suyo.
Recuerdo como días cercanos ya a las fiestas de Santo Domingo,
acudían al horno muchas mujeres a hacer repostería y cocerlas en el horno.
Entonces hacía tanta calor como ahora, más o menos y según la añada. A las
cuatro o las cinco de la tarde del mes de julio, el sol pegaba fortísimo en la
fachada de mi casa, lo que unido al calor del horno la temperatura era
elevadísima. Las parroquianas le decían a mi padre como hacíamos para aguantar
eso. Solo disponíamos de un botijo con un paño húmedo al “sereno” (la evaporación
produce frio), pues entonces no disponíamos de nevera, pero eso solo servía
para la noche. Mi padre sin embargo tenía el remedio:
El calor y el frío son conceptos relativos, dialécticos.
Pertenece a la ley del péndulo o de la contradicción de los iguales (que son diferentes aunque estén unidos, pero iguales aunque estén separados, como los matrimonios o las parejas o como los polos del imán que se repelen o se atraen según como los pongas), no existen
por sí mismo, como no existe lo alto y lo bajo, sino en relación a otro. Yo soy
gordo si me comparo con un flaco, pero si me comparo con uno más gordo que yo,
soy delgado. Eso lo explico yo de manera docta que como toda pedantería se entiende
mal. Mi padre no lo explicaba así porque no había estudiado a Hegel, ni a Marx,
ni idealismo ni materialismo dialéctico como su hijo, pero lo expresaba mejor
con ejemplos:
Cuando echaba la "calienta" (quemar leña en la hornilla del horno) para
aumentar la temperatura de la bóveda y cocer adecuadamente las torticas, habría
la hornilla y les decía: -poneros aquí bien cerca, dejaros calentar hasta que
no podéis aguantar y luego salir rápidamente a la puerta del establecimiento y
veréis que “fresco”-.
Y era cierto; a pesar de la calima, del sol y de la altísima
temperatura, el frescor que se experimentaba era delicioso.
No sé si logró convencer a alguna parroquiana. Pero es
científico.
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